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Lee en este blog cuatro relatos:
Bajo la Calavera
La Habitación del Espejo
La Leyenda de la Calzada Romana
La Isla de los Muertos
1
A veces las circunstancias más peregrinas pueden desembocar en aventuras que nunca hubiéramos podido imaginar... Fue mi obsesión por el perfeccionismo y mi curiosidad innata lo que me llevo sin pretenderlo a hallarme a varios metros bajo tierra buscando lo que ni siquiera se daba por perdido.
Hace ya algunos años, de vuelta a mi ciudad tras las vacaciones, cierta sensación que podría definir como un arrebato de nostalgia me hizo recorrer la comarca del río Segura antes de regresar a mi Castilla natal. Durante la adolescencia aquellas tierras formaron parte de mi propia sangre hasta el punto de caer prendido por los ojos y la sonrisa de una oriolana con la que pensé que acabaría compartiendo el resto de mis días. Pero sin duda el destino escribe guiones caprichosos y en infinidad de ocasiones lo que se da por hecho es precisamente lo que no termina de ocurrir a causa del azar. Destino y azar… Azar y destino… ¿No serán las dos caras de la misma moneda que se encuentran al final del camino? ¿Acaso no fue el destino en origen consecuencia del azar? ¿Y acaso el azar no es la última parada del destino? Imbuido en estos pensamientos, justo cuando circulaba de paso por Oleza, decidí visitar la casa de Miguel Hernández para poder recrearme en su vida y su poesía. Siempre me había sorprendido la indiferencia e incluso el desdén con el que mucha gente de aquel lugar había tratado la figura de este gran poeta. Me refiero sobre todo a aquellos más preocupados de guardar las apariencias y de ir a misa todos los domingos que de hacer el bien al prójimo en toda la extensión de la palabra. Lo cierto es que un solo verso de Miguel vale más que todos los pasos de Semana Santa con sus boatos y sus oropeles.
2
Estaba atardeciendo cuando aparqué el coche junto al palmeral de Oleza. A pesar de no hallarse cerca del casco urbano me pareció buena idea saborear el paisaje de la sierra con toda la tranquilidad del mundo. Aquellas montañas de roca descarnada y precipicios vertiginosos me deslumbraban con sus tonos ocres anaranjados encendidas por el sol de poniente. La Cruz de la Muela contemplaba majestuosa el paisaje que una vez abarcó el reino del intrépido rey godo Teodomiro. Frente a ella, se podían ver las ruinas desmoronadas del viejo castillo moro que en otros tiempos dominaba la villa desde lo alto del Monte San Miguel. Caminé embebido hacia el barrio de Santo Domingo hasta topar casi sin pretenderlo con la Calle de Arriba donde se encuentra la casa del poeta junto a la sierra.
La pequeña hacienda todavía conserva aires de aquellos primeros años del siglo XX con el rústico fogón de amplia chimenea en el centro y las habitaciones a los lados. Desde la cocina se accede al patio de la casa y más al fondo al cobertizo de las cabras. Allí una vieja puerta de madera te lleva al humilde huerto escondido bajo las faldas de la montaña. La paz que se respiraba en aquel huertecillo labrado fue algo que me sedujo por completo. Los gorriones cantaban arropados en torno al silencio del lugar. Junto a varios surcos arados y un limonero permanecía firme la robusta higuera que tanto amó aquel poeta pastor de cabras. Y es que hay árboles que emanan sabiduría además de belleza en sus hojas y en sus ramas… Por unos instantes acaricié el tronco de la higuera deslizando las manos sobre la corteza intentando sentir lo mismo que años atrás sintiera Miguel y comprendiendo que se puede amar a un árbol más incluso que a un ser humano. Esa manifestación vegetal de la naturaleza en apariencia indolente era sin duda una de las formas más bellas que había tomado la vida sobre nuestro planeta escondiendo secretos indescifrables para el hombre.
De nuevo en el patio de la casa alcé la vista y mis ojos fueron a dar con la cueva donde Miguel Hernández se escondía para esbozar sus primeras rimas oculto de la vigilancia severa del padre, que no comprendía cómo su hijo podía perder el tiempo con algo tan poco provechoso y extravagante. Ese hombre ignoraba que bajo el amparo de aquellas pendientes rocosas se estaba fraguando la figura de un poeta universal; un poeta que más tarde escribiría versos a pecho descubierto con el alma desgarrada; un poeta que voceó con alaridos de angustia el sentir del pueblo llano.
Me dejé empapar durante un buen rato por el ambiente que vivió Miguel en su adolescencia años antes de que partiera en un tren destartalado rumbo a la capital para mostrarle al mundo su incipiente obra poética. Entré de nuevo en las habitaciones, primero en el dormitorio conyugal y luego en el cuarto de los hermanos. Una tras otra me sumergí de lleno en todas las fotografías que adornaban las paredes de las estancias. Allí tenía frente a mí una de las imágenes que más ha dado la vuelta al mundo: el sentido discurso tras la muerte de Ramón Sijé, fiel amigo suyo y compañero inseparable de inquietudes literarias.
Estaban a punto de cerrar la casa cuando me hallaba contemplando aquella foto desvaída de Miguel junto a sus tres hermanos; esa simpática imagen donde Vicente aparece sentado con un sombrero entre de las piernas y en la cual todos visten ropas bien compuestas quizás para celebrar un evento familiar. Elvira, la mayor de las hermanas, lucía un llamativo vestido a cuadros. Miguel llevaba una chaqueta oscura y un pañuelo anudado al cuello. Encarna, la pequeña, iba arropada con un abrigo y apoyaba su manita sobre la pierna de Vicente. En ese momento observé que el marco de la foto estaba ligeramente torcido. Con un gesto mecánico lo enderecé para ponerlo recto. Pero lo que no podía imaginar es que la alcayata que lo sostenía estuviese floja… El marco se me escapó entre las manos como un pez resbaladizo y el cristal se hizo añicos por toda la estancia. Me agaché de inmediato y comencé a reunir los pedazos esparcidos por el suelo. Mi afán era recogerlo todo y excusarme ante el guía de la casa, el cual apareció momentos después preguntando qué había sucedido. Aún de rodillas sobre el suelo, le expliqué azorado mi vana intención de poner recto el marco de la foto. Por fortuna el hombre se lo tomó a bien y no le dio importancia, cosa que me tranquilizó ante mi desatinada torpeza. Al momento se puso a barrer con una escoba el resto de cristales que quedaban por las esquinas. Me había hecho un corte en el dedo meñique y sangraba un poco. El guía amablemente se ofreció a curarme haciendo uso del botiquín que tenía en la entrada. Fue entonces cuando vi ese papel amarillento en el suelo junto al marco… Al principio no le di la menor importancia pues pensé que se trataba de alguna referencia para clasificar la foto; pero ese pliego que se había desprendido del marco tenía escrita una leyenda que me intrigó de forma inmediata:
«Bajo la calavera del cuarto papa dominico, la losa cede».
Me quedé estupefacto ante aquel mensaje en apariencia sin sentido. En esos momentos dudaba qué hacer con aquel singular hallazgo que había caído en mis manos por un cúmulo de despropósitos absurdos. Poco después percibí los pasos del guía acercándose a la estancia. Entre una mezcla de nerviosismo y culpabilidad guardé con disimulo aquel escrito inconexo en el bolsillo de la camisa… No sé qué expresión tendría mi rostro cuando el hombre entró con una gasa y un bote de agua oxigenada, lo cierto es que mi mente ya volaba lejos de allí intentando descifrar la frase: calavera…… papa…… losa……
Le di las gracias por su gentileza y salí de la casa como flotando en el aire con la mano derecha introduciendo los dedos en el bolsillo para comprobar si aquello había sido una alucinación… Pero no lo era. Torcí la esquina del Colegio Santo Domingo y frente a la fachada renacentista volví a leer lo que estaba escrito en aquella misteriosa nota.
3
De regreso a Madrid mientras iba conduciendo varias preguntas rebotaban sin cesar en mi cabeza: ¿Quién habría escrito aquella nota? ¿A quién iba dirigida? ¿Por qué ocultarla durante años tras la foto de Miguel y sus hermanos?
Después de cinco horas de viaje no recuerdo cómo llegué a mi domicilio ni tan siquiera dónde aparqué el coche... Durante la madrugada me fue del todo imposible pegar ojo. Estuve dando mil vueltas sobre la cama absorbido por esas preguntas sin respuesta. En plena oscuridad aquella frase enigmática rondaba una y otra vez por mi mente:
«Bajo la calavera del cuarto papa dominico, la losa cede».
Al día siguiente nada más levantarme me dirigí de inmediato a la Biblioteca Nacional con la intención de recabar datos sobre la vida de Miguel Hernández, pero no conseguí obtener ninguna información que fuera de relevancia. En el archivo de la biblioteca me aseguraron que la mayoría de la documentación acerca del poeta se hallaba en el ayuntamiento de Elche y que debería solicitar un permiso especial para acceder a ella. Por unos momentos caí en el desánimo, aunque eso no apaciguó en absoluto mi obsesión por resolver el enigma de la nota. Empecé a discurrir sobre quién podría echarme una mano al respecto; sin embargo, todo fue en vano. A pesar de tener infinidad de amigos filólogos, ninguno de ellos me alentó para continuar con las pesquisas argumentando que lo más probable es que se tratara de una nota fantástica escondida allí más por un juego que con la intención de comunicar un mensaje real. Pero algo que burbujeaba alrededor de mi intuición me decía que no era así… Durante varias semanas me olvidé del asunto; o mejor dicho, intenté olvidarme, pues aquel hallazgo fortuito en forma de papel amarillento rondaba mi cabeza sin cesar. Lo cierto es que no me desprendí de aquella nota ni un solo instante. La llevaba en mi cartera a buen recaudo obsesionado con que alguien pudiera hacerla desaparecer de la misma forma que un día se topó frente a mis ojos. Tenía el presentimiento de que ese manuscrito me había elegido a mí como portador del mensaje que aún estaba sin descubrir.
Por pura casualidad apareció la persona que me ayudó de manera intrépida y resuelta a continuar con mi investigación; investigación, por otro lado, que no sabía si alguna vez llegaría a buen puerto, pues aquella nota más que una brújula para guiarme era un cúmulo de constelaciones flotando sobre mis discernimientos… Cierta tarde paseando por los Jardines de Sabatini decidí sentarme para contemplar el Palacio de Oriente. Alguien había abandonado en el banco una revista cultural. Al principio la ignoré por completo, pero no teniendo otra cosa mejor que hacer me puse a hojearla. Entonces fue cuando apareció ante mis ojos un reportaje que me llamó la atención: “Vida y muerte de Miguel Hernández”. El artículo estaba firmado por Sarah Zarco, historiadora y licenciada en Filología Clásica. Allí comentaba numerosos pasajes inéditos sobre la vida del poeta. Extraje las hojas del periódico, las doblé y volví a casa invadido por un nerviosismo que me desbordaba. Gracias a mi amigo Iván Smiélkov, escritor español de padre ruso, pude contactar varios días después con Sarah Zarco para comentarle mi extraño hallazgo en la casa de Miguel Hernández. Resultó ser como una bocanada de aire fresco, ya que Sarah fue la primera persona que intuyó algo en aquella misteriosa nota que no podía quitarme ni un instante del pensamiento: «Bajo la calavera del cuarto papa dominico, la losa cede». Me sugirió que le enviase por carta una fotocopia del escrito para poder analizar la letra y de esa manera intentar descubrir al autor de la misma. Sarah vivía en un pueblo cercano a Oleza. Esa proximidad con el lugar de los hechos facilitaba mucho las cosas a la hora de poder hallar una respuesta.
Estuve un par de meses sin saber nada de ella, hasta que una noche de madrugada sonó el teléfono. Descolgué el auricular de la mesilla y contesté medio dormido. Al otro lado escuché la voz dulce de Sarah. Tras disculparse sobre lo intempestivo de la llamada, me aseguró que después de cotejar varios escritos estaba convencida de que aquellas palabras salieron del puño de Josefina Manresa, la viuda de Miguel Hernández. En cuestión de segundos mi somnolencia dio paso al entusiasmo. Eso suponía un salto cualitativo en la investigación acerca de la nota. Por fin la brújula empezaba a marcar una dirección concreta…
Pedí permiso a mi jefe por asuntos propios y a los tres días me encontraba camino de Alicante.
4
Volví al hostal Mil Palmeras cerca de Campoamor, hospedaje donde el último verano había alquilado una suite a finales de septiembre. Quizás por mi naturaleza metódica pedí la misma habitación en la que estuve alojado durante las vacaciones. Y es que su ubicación frente al mar con los acantilados al fondo justificaba plenamente mi requerimiento. Hice una llamada telefónica a Sarah Zarco, que me citó al día siguiente en Oleza para hablar del asunto e intercambiar impresiones. Estaba impaciente por compartir mis inquietudes respecto a todo lo que rodeaba aquel misterio… Debo confesar que también tenía curiosidad por conocer a Sarah y poner de una vez rostro a sus palabras.
Tras deshacer mi equipaje decidí pasear por la orilla del mar deambulando sin rumbo fijo pensando cómo el capricho del destino había querido llevarme hasta allí, más que por azar, por alguna razón oculta que me obligaba a caminar en aquella dirección hacia un lugar que desconocía. Empecé a estar plenamente convencido de que esa nota había sido puesta delante de mí para encomendarme la misión de descifrar el enigma. Puede que fueran conjeturas absurdas, pero a veces lo más ilógico de nuestras vidas nos lleva a conclusiones de férrea certeza ante lo que nos sucede.
Al día siguiente por la tarde cogí el coche y me encaminé en dirección a Oleza. Allí por fin pude conocer a Sarah Zarco. Me estaba esperando en un banco de la glorieta sentada bajo un ficus centenario. La sensación que tuve con Sarah desde el primer momento es difícil de explicar; era una persona rodeada de un magnetismo irresistible. A la media hora de estar charlando con ella tenía la impresión de que nos conocíamos de toda la vida… Sarah me sugirió que fuéramos a una tetería árabe cercana a Crevillente. Montamos en mi coche y tras perdernos por varios caminos de tierra que parecían no llegar a ningún sitio por fin encontramos la tetería. Se hallaba en una pintoresca mansión perdida en medio del campo, rodeada de jardines laberínticos adornados con fuentes, estanques y pavos reales. Aquel lugar gozaba de una placidez inusual para los días de ajetreo urbano que nos ha tocado vivir. Mientras atardecía, tomamos un té rojo en la jaima de la azotea envueltos por un ambiente de velas, azahar, música arabesca y esencias secretas. Charlamos largo y tendido acerca de nuestras vidas y nuestras inquietudes. Enseguida me di cuenta de que era una persona realmente especial. Sarah estaba por encima de cualquier convencionalismo y te ofrecía sin pretenderlo una visión distinta de las cosas. Su manera de hablar dulce y sugerente era algo que embelesaba a cualquiera. Con su tono de voz suave acariciaba las palabras. Charlando con ella tenía la sensación de que se detenía el tiempo; de que todo lo exterior a nuestro entorno dejaba de existir por unos momentos.
Durante varias horas me olvidé del cometido que me había llevado hasta allí embriagado con los encantos de Sarah. Al llegar de nuevo a Campoamor, paseé una vez más por la orilla de la costa intentando asimilar todo lo que había vivido en aquella intensa jornada. Entonces fui consciente de que tendría que hacer un esfuerzo por no sucumbir ante el embrujo de aquella persona y que debía evitar cualquier desbordamiento afectivo que me desviase de la investigación si quería llevar hasta el final mis propósitos... Meses atrás yo había terminado una relación sentimental y huía como gato escaldado de cualquier vestigio de agua por muy fresca y limpia que se mostrara ante mis ojos. Aún lo tenía reciente y de alguna manera me sentía traicionado en lo más íntimo de mi corazón. Aquella mujer que tras varios años de convivencia juraba haberme dejado estando todavía enamorada, al poco tiempo iniciaba otra relación de pareja. Eso me hizo pensar que lo nuestro había sido una farsa; la representación barata y mediocre de una comedia de histriones ambulantes que a lo largo de los años habían repetido su triste papel. Tras aquella relación decidí construir un muro alrededor de mis sentimientos para no volver a sufrir nunca más… Debo admitir que no estaba seguro de poder mantener las compuertas de mi corazón cerradas ante los estímulos exteriores. Sabía que con Sarah antes o después aquel dique construido cedería desbordando mi resistencia… Pero era tal la inquietud acumulada en mi interior por seguir investigando, que pude apartar todo lo que no tuviera que ver con aquella nota enigmática y me centré con ahínco en las pesquisas.
5
A los pocos días de mi estancia allí recogí los primeros frutos que empezaron a montar el rompecabezas. Después de indagar revisando infinidad de periódicos, hallé un artículo que hacía referencia a la muerte de Josefina Manresa en el cual ponía literalmente:
«El Ayuntamiento de Elche acordó con la viuda del poeta la cesión de los manuscritos de Miguel Hernández que guardaba celosamente en un baúl y que han pasado al archivo municipal para su clasificación y catalogación.»
Esa misma tarde me cité con Sarah en Oleza llevándole una copia de dicho artículo. Todo comenzó a aumentar si cabe más todavía mi interés por lo relacionado con la nota, cuando Sarah me comentó que además de esos manuscritos cedidos al Ayuntamiento se rumoreaba que Josefina guardó en algún lugar secreto varias cartas con poesías inéditas de Miguel. Al parecer todas aquellas misivas habían sido escondidas durante la posguerra. Los más escépticos pensaban que solamente se trataba de un bulo sin ningún fundamento, pero poco antes de morir Josefina alguien la escuchó balbucear algo referente a cierto cofre que ocultaba un mensaje el cual hacía referencia a las cartas, aunque aquello tampoco fue tomado demasiado en serio. Creían que la mujer estaba delirando con frases incoherentes antes de expirar para siempre. Lo cierto es que no se podía afirmar de forma tajante que esas últimas palabras de la anciana fueran fruto de sus delirios.
Durante varios días la investigación quedó estancada al no hallar ningún otro dato relevante que nos pudiese ofrecer una explicación a la nota hallada en el marco de la foto familiar. Sin embargo, todo tomó un giro inesperado aquella tarde que Sarah me propuso visitar algunos monumentos de Oleza… Fuimos primero a la Iglesia de Santiago, donde en el siglo XV los Reyes Católicos celebraron Cortes pidiendo voluntarios que se aprestaran a la conquista de Granada para librar por fin a España del yugo musulmán. La fachada principal de Santiago era sin duda una de las joyas más valiosas que conservaba Oleza. Estuvimos después en la Catedral gótica construida sobre la antigua mezquita, la cual fue durante mucho tiempo motivo de disputa entre los reinos de Castilla y Aragón. Junto a la capilla contemplamos el cuadro de La tentación de Santo Tomás, que hasta bien entrado el siglo XX no se supo que pertenecía a Velázquez. Por último, nos acercamos al Colegio de Santo Domingo, otro de los lugares más emblemáticos de la ciudad. Fundado a finales del siglo XVI, cada rincón de aquel edificio evoca cierto misterio… El guía nos hizo un amplio recorrido por el recinto narrándonos al detalle todos los sucesos allí acontecidos. Paseamos primero por el claustro del monasterio y luego visitamos la iglesia. El templo padeció a lo largo de la historia diversas inundaciones por los desbordamientos del río Segura y aún conserva los vestigios de aquellas catástrofes marcadas en sus muros. El guía nos mostró algunas peculiaridades de la parroquia, como las pilas de bautismo que eran dos enormes conchas naturales. Después hizo alusión al dibujo del demonio que flotaba sobre nuestras cabezas advirtiendo a los feligreses de las consecuencias que puede suponer no llevar una vida recta y mesurada. También nos comentó que bajo nuestros pies había una cripta sellada con tumbas de monjes y enfermos de lepra. Sentí una especie de hormigueo en las piernas al imaginarme el ambiente que ahora se podría respirar allí dentro… Pero fue al hacer referencia a la cúpula de la iglesia cuando sucedió lo imprevisto. El guía, al cual escuchábamos con suma atención, habló en estos términos:
«En el techo bajo la cúpula podéis ver pintadas las imágenes de los papás dominicos. De esos cuatro papas, el ilustre Frater Joanes de Vesellis aparece representado por una calavera. Ello se debe a que este papa en realidad nunca ejerció su pontificado, ya que le sobrevino la muerte camino de Roma, antes de poder llevar sobre su cabeza la mitra papal.»
Al escuchar esto, miré de inmediato hacia el suelo de la iglesia y se me heló la sangre… Justo bajo la efigie macabra de aquel papa se hallaba una pequeña losa diferenciada de las demás por tener una argolla. Sarah también se percató de aquel detalle que en apariencia no tenía la menor importancia para alguien que no hubiera leído la misteriosa nota. Empecé a sudar por las sienes mientras las palabras de ese pliego amarillento se agolpaban una vez más frente a mis ojos: «Bajo la calavera del cuarto papa dominico, la losa cede». Salimos de la iglesia completamente alterados por aquella explicación del guía que cuadraba de manera calcada con los datos que mencionaba el mensaje encriptado.
De regreso a Mil Palmeras conducía el coche absorto, con la calavera de Frater Joanes de Vesellis grabada a fuego en mis pupilas… No había hecho más que salir de allí, y ya estaba impaciente por volver de nuevo al Colegio de Santo Domingo. Pero al día siguiente permaneció cerrado a las visitas, por lo cual no tuve más remedio que posponer mis planes durante cuarenta y ocho interminables horas.
6
El lunes por la noche me vi con Sarah en un solitario café de Oleza y le confesé abiertamente mis intenciones. Tenía decidido quedarme en la iglesia del Colegio durante toda la noche para levantar aquella losa de la argolla... Me sorprendió la naturalidad con la que escuchaba mis palabras. En ningún momento le pareció extravagante el hecho de pretender ocultarme allí de manera clandestina. Mi complicidad con ella iba en crescendo y cada día me costaba más esfuerzo poner cerco a los sentimientos. Intuía que antes o después el dique de la presa reventaría en mil pedazos, pero seguí haciendo acopio de frialdad y me mantuve en mi sitio. Por fortuna sus planes futuros estaban a muchos kilómetros de España. Sarah tenía decidido partir en dirección a Nuevo México empujada por el afán de aventura y de sentirse plenamente libre. Llevaba algún tiempo preparando una tesis sobre el genocidio yanqui contra los indios originarios de Norteamérica. Desde hacía varios años le rondaba por la cabeza conocer de cerca las costumbres ancestrales de aquellos pueblos aniquilados. Esa noche junto a dos tazas de café me habló del exterminio masivo de las tribus indígenas. Millones de seres borrados del mapa sin miramientos por la mano infame y brutal del hombre blanco… Cuando aquellos intrusos de rostro pálido desembarcaron en el nuevo continente los indios llevaban allí doce mil años. La civilización yanqui los exterminó en menos de un siglo, a pesar de que su único delito era querer vivir en sus propias tierras. Los británicos provocaron la muerte del noventa por ciento de la población nativa, más de cincuenta millones de seres humanos masacrados. Por desgracia aquellos indígenas carecían de voz propia para reclamar justicia histórica.
Juntos planeamos todos los detalles acerca de mi encierro voluntario. Esa noche al despedirme frente a su portal sentí que mi corazón estaba cada vez más cerca de ella... De vuelta a Campoamor, decidí pasear por la playa repasando los pormenores de mi permanencia nocturna en la iglesia del Colegio, una vez cerradas sus puertas de cara al público. Aquella madrugada daba vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. La curiosidad me carcomía por dentro y la espera se hacía eterna. Sin duda se hallaba algo revelador bajo esa losa y yo estaba ansioso por descubrirlo… Me sentía como un egiptólogo antes de mover la piedra de entrada a una tumba que había permanecido sellada durante milenios.
7
Amaneció un día lluvioso y desapacible. El viento azotaba las olas contra los acantilados provocando un sonido atronador. Por la tarde cogí el coche en dirección a Oleza calculando el tiempo, de modo que al entrar al Colegio no faltasen demasiados minutos para la conclusión de las visitas, evitando así llamar la atención con mi presencia. Cuando entré en la iglesia el guía estaba atendiendo a un grupo de personas bastante numeroso y pude pasar desapercibido.
A las siete menos cuarto, justo quince minutos antes de que cerraran, me escondí en uno de los confesionarios. Aquellos minutos se hicieron interminables. Al oír las campanadas de las siete en punto, mi corazón se aceleró. Tras escuchar el chirrido de los portones y el sonido de la llave echando el cerrojo, supe que ya no había marcha atrás… Me esperaba una larga estancia allí dentro y era imprescindible tomárselo con mucha paciencia. Poco después pude percibir al fondo los pasos del conserje saliendo a la calle. Me había quedado completamente solo. Como medida de precaución decidí no moverme durante un tiempo prudencial por si alguien entraba de nuevo a recoger algo en un olvido inoportuno.
Creo que transcurrió alrededor de una hora cuando por fin decidí salir con sigilo del confesionario. Era ya de noche y el viento soplaba a ráfagas con ímpetu. Algún ventanal de la iglesia permanecía abierto provocando una corriente de aire en el interior del recinto. Dependiendo de la dirección que tomara el aire, los tubos del órgano de la iglesia susurraban de forma siniestra… Pero los momentos de calma resultaban casi peores, pues esa misma quietud me intranquilizaba. Percibía un silencio denso capaz de acongojar al más intrépido. Debo decir que a pesar de encontrarme allí físicamente en soledad absoluta, no era ésa la sensación que mi cuerpo apreciaba. En todo momento me sentí observado sin saber cómo ni por quién… Una especie de magnetismo telúrico bajo mis zapatos hacía que me flaquearan las piernas. Me estremecía el hecho de pensar que tan sólo me separaban escasos metros de una cripta repleta de esqueletos humanos y cadáveres momificados… Haciendo acopio de todo el valor que pude, saqué la linterna y paseé por la nave de la iglesia entre una mezcla de recelo y tensión contenida. Cuando dejaba de soplar el aire, cualquier ruido me ponía en alerta. El simple crujir de los bancos de madera producía un eco sibilino… Por unos momentos pude escuchar los suspiros fantasmagóricos de una lechuza junto a un hueco de los ventanales. Aquel sonido sumado a las notas disonantes de los tubos del órgano empezó a inquietarme...
Caminé despacio mirando con mil ojos hasta situarme en el centro de la iglesia. Entonces dirigí el foco de luz hacia el techo junto a la cúpula: allí permanecía desafiante la lúgubre calavera de Frater Joanes de Vesellis, que me observaba desde arriba con gesto inquisidor. Sin duda fue por obra de la casualidad, o al menos así quiero creerlo, pero cuando la luz enfocó directamente al cráneo del papa muerto comenzó a arreciar el viento de forma impetuosa haciendo sonar los tubos del órgano con una tétrica sinfonía que me puso los pelos como escarpias… Aparté el foco de la calavera y fui dirigiendo el haz de luz guiado por la columna estriada hasta apuntar al suelo: allí tenía frente a mí la losa de mármol con su argolla oxidada. Envuelto en aquella sinfonía de notas disonantes tiré de la argolla, pero mi primer intento por sacarla del orificio fue en vano. La losa estaba más fija al suelo de lo que pensaba; era probable que hubiese permanecido sin abrirse durante lustros. El segundo intento también resultó infructuoso haciéndome caer en un profundo desánimo. A partir de ese momento empecé a dudar de mis posibilidades para poder levantar aquello tan sólo con las manos. Fui consciente de que tendría que usar todas mis fuerzas para poder moverla… Cerré los ojos, respiré tres veces profundamente y volví a tirar de la argolla. Ante mi sorpresa, poco a poco fue cediendo hasta que por fin pude sacarla. Aparté la losa con el corazón acelerado y enfoqué al interior: en un fondo de apenas diez centímetros había un cofrecillo ribeteado en papel de oro y una vieja llave plateada. Lo abrí y encontré un pergamino enrollado sujeto con un cordel grisáceo. Mientras me aumentaban las pulsaciones desenrollé el pergamino, que contenía la siguiente frase escrita: «QUINQUAGINTA ITINERA INTRA, IN SPECUM CALORE, IN ARGILLA SCAPHIUM».
Me sentí desconcertado al no comprender el significado de aquellas palabras. Cogí el cofre, lo guardé en el bolsillo de la cazadora y coloqué la losa de mármol en su sitio. Al incorporarme, la linterna cayó golpeando contra el suelo. Envuelto en una penumbra casi absoluta pude comprobar que la bombilla se había fundido. A tientas fui acercándome hasta el confesionario. Allí dentro me acomodé como buenamente pude recostando mi cabeza sobre la celosía de madera. Poco después caí profundamente dormido.
Al final de la noche tuve una pesadilla que me hizo despertar con las manos aferradas al cofre: en aquel sueño turbulento la iglesia comenzaba a temblar… Bajo el confesionario, el suelo se resquebrajaba abriéndose una grieta enorme. De pronto, los brazos de los leprosos allí sepultados conseguían atraparme. Entre lamentos desgarradores aquellas criaturas amorfas me sumergían en la cripta... Pretendían quitarme el cofre, pero me opuse con todas mis fuerzas. Extenuado, gateé sobre un suelo lleno de vísceras… Luché por salir de allí y lo conseguí subiendo por una escalera de caracol que me llevó en dirección al púlpito. Desde arriba observé cómo sus cuerpos corrompidos se iban deshaciendo ante mí hasta desaparecer entre las grietas. Quise cerciorarme de que todavía conservaba el cofre en la cazadora y lo saqué para comprobarlo. Di un suspiro de alivio y lo abrí de nuevo… Al comenzar a leer aquel mensaje en latín, vi que mis manos se despellejaban dejando al aire los músculos de los dedos. Horrorizado, me di cuenta de que también comenzaba a perder toda la carne de mi cuerpo mostrando los huesos desnudos…
Desperté dando un grito de terror mirándome las manos con la respiración entrecortada. Un leve hilo de luz entraba por las vidrieras de la iglesia. Estaba amaneciendo. Decidí no moverme del confesionario hasta que llegase una hora prudencial que me permitiera salir del Colegio. Vislumbrando entre las cortinillas negras la figura amenazante del diablo sobre la nave de la iglesia, pensé en la cantidad de almas que habían sido sometidas durante siglos por el yugo del clero y el pánico a la Inquisición; infinidad de criaturas inocentes atemorizadas por mensajes apocalípticos que jamás sucedieron... Después dejé volar mi mente imaginando a la aristocracia sentada en los palcos reservados mostrando sus joyas a la plebe con gesto altivo. Tras el culto divino, los nobles se acercaban hasta la sacristía cubriendo de monedas al abad para conseguir indulgencias que les libraran de toda culpa ante sus múltiples pecados.
Alguien entró en la iglesia sobre las ocho de la mañana. Escuché pasos a lo largo de la nave y el ruido de golpes repetitivos. Al cabo de un rato aquella persona empezó a tararear una canción. Era la mujer de la limpieza. Cuando salió de allí me deslicé sin hacer ruido hasta la salida, con la fortuna de que nadie en absoluto se percató de mi presencia. Respiré hondo una vez más y me dirigí al coche exultante, deseoso de que Sarah me tradujera el significado de aquella extraña frase en latín que contenía el cofre hallado bajo la losa:
«QUINQUAGINTA ITINERA INTRA, IN SPECUM CALORE, IN ARGILLA SCAPHIUM».
8
Mientras conducía en dirección a Campoamor la inquietud me desbordaba pensando qué significado podría ocultar esa leyenda encontrada en aquel viejo cofre. Ya dentro de la habitación del hostal me quité la ropa con alivio y me tumbé sobre la cama. Entonces fue cuando caí en la cuenta de que había permanecido más de una semana incomunicado del mundo sin hablar con mis amigos y sin dar señales de vida. Ese mismo día me puse en contacto con la oficina para decir que iba a prolongar mi ausencia aun a riesgo de perder el trabajo. Luego llamé a Sarah por teléfono para comentarle mi aventura nocturna en la iglesia, aunque en ningún momento pude localizarla. Insistí varias veces a lo largo del día y le dejé un mensaje en el contestador, pero no hubo manera. Sin pensármelo ni un instante salí del hostal, cogí el coche y fui hasta su casa con la esperanza de poder encontrarla. Una vez allí toqué el timbre de la puerta. No contestaba. Di vueltas por el pueblo durante un buen rato y volví. Nada. No había ni rastro de Sarah por ningún lado... Horas después regresé a Campoamor extrañado de aquella desaparición repentina.
Al día siguiente fui a Correos para poner un telegrama a Iván Smiélkov con la esperanza de que pudiese traducirme el texto en latín. Esa misma tarde recibí su contestación:
«Aunque me gustaría ayudarte, ese texto, tal como me lo transmites, no tiene mucho sentido. Si pudiera comprobar los signos de puntuación y las terminaciones casuales de las palabras, a lo mejor hallaríamos la clave del significado... Sólo me atrevo a proponer una traducción de los primeros vocablos. Podría ser algo así: “Entra en la cueva por cincuenta caminos”. El resto debería formar otra oración: “A causa del calor la vasija se convirtió en arcilla”, aunque para esta interpretación tendría que aparecer en el texto la palabra arguillam. Lo siento, pero no consigo descubrir el significado real. Saludos, Iván Smiélkov».
El telegrama de Iván consiguió encender aún más si cabe mi curiosidad, a pesar de que en apariencia aquella frase escrita en latín no parecía tener ningún sentido…
Por la noche recibí una llamada imprevista en el hostal. Era Sarah. Mi alegría al oír su voz fue inmensa. Me dijo que había estado fuera de Alicante asistiendo a un congreso sobre la cultura oral de las tribus indígenas en Norteamérica. Le conté mi aventura en la iglesia de Santo Domingo y el hallazgo bajo la losa de mármol. Luego deletreé una por una cada palabra en latín para que tradujese el texto. Tras unos segundos en silencio que se hicieron eternos, Sarah me dijo que la traducción literal de las palabras era la siguiente: «CINCUENTA PASOS ADENTRO, EN LA CUEVA DEL CALOR, EN UNA VASIJA DE BARRO». Le pregunté si le sugería algo y contestó que sí, pero que era mejor vernos en persona para comentar el asunto.
Una vez más nos citamos en la exótica tetería árabe. Sentados en una estancia adornada con arcos mudéjares le entregué el cofre impaciente por escuchar sus impresiones al respecto. Sarah había oído hablar muchas veces de la Cueva del Calor. Según relatan los ancianos del pueblo aquella gruta era un lugar maldito que despedía bocanadas de aire caliente incluso en las noches más frías del invierno... Me dijo que la cueva estaba junto a las ruinas del castillo moro de Oleza y que varias personas habían desaparecido entrando en las profundidades para no salir nunca jamás... Cuentan que los moros del castillo bajaban por un pasadizo secreto que se perdía en las entrañas de la sierra hasta llegar a la ribera del río en una salida oculta entre juncos. Algunos dicen que otra de sus galerías va a parar al pozo del claustro del monasterio de Santo Domingo. Otros afirman que en el interior existe una abertura sellada donde permanece intacto un tesoro repleto de piedras preciosas traído en los tiempos de dominio árabe desde la lejana ciudad de Damasco. También aseguran que oculto en algún rincón de la cueva se conserva el pergamino con la firma del rey godo Teodomiro en el famoso Pacto de Tudmir, el cual le otorgaba plena autonomía para conservar las costumbres de su pueblo dentro del imperio de Al Ándalus.
Sarah me contó la heroica historia de Armengola contra el dominio musulmán en la antigua Oleza. Esta mujer era la nodriza de los hijos de Benzaddon, el visir moro de la alcazaba. Los mudéjares, sabedores de que el ejército de Jaime I estaba a punto de asediar la ciudad para conquistarla, decidieron antes degollar a la población cristiana como venganza. Acompañada de dos hombres disfrazados con las ropas de sus hijas, Armengola pasó a cuchillo a la guardia mora que custodiaba la fortificación para salvar de aquella masacre a los cristianos. Cuentan que el espíritu de Benzaddon merodea por las ruinas del castillo en las noches de luna creciente y que se pueden oír sus lamentos por todo el valle en el silencio de la madrugada.
Escuchaba embelesado las narraciones de Sarah, que añadía a cada comentario su toque personal envolviendo las palabras en un tono sugerente. Rodeados de aquel arte oriental con jardines y fuentes que recordaban a La Alhambra, no suponía esfuerzo alguno trasladarse en el tiempo y revivir con la imaginación aquellos pasajes de la historia que habían terminado por convertirse en leyenda. Lo cierto es que era difícil no sucumbir ante sus encantos. Poco a poco, sin que ni ella misma lo supiera, fue tejiendo una tela de araña a mi alrededor que me atrapó por completo… Aquella noche en la tetería árabe junto a Sarah supe que los muros de mi dique se resquebrajaban.
Al despedirme, le confesé mi intención de visitar la Cueva del Calor lo antes posible.
9
A la mañana siguiente recibí un telegrama en el hostal con remite de mi empresa diciendo que prescindían de mis servicios como empleado. He de confesar que en aquellos momentos no me importó en absoluto pues lo único que tenía en la cabeza era descender por la gruta en busca de aquella vasija.
Después de comer preparé la mochila con los utensilios necesarios y me encaminé en dirección a Oleza. Aparqué el coche en el mirador junto al seminario y me dirigí a la Cueva del Calor por un pequeño sendero pedregoso. Desde allí se divisaba una panorámica espectacular de toda la vega del río. Según iba avanzando, el sendero se tornaba cada vez más sinuoso y escarpado. Llegué por fin a la altura del castillo sobre el Monte San Miguel y crucé asombrado las ruinas de la antigua alcazaba imaginando cómo Armengola y aquellos valientes insurrectos pasaron a cuchillo a los sarracenos que se cruzaban a su paso… Pocos instantes después, me hallaba frente la entrada de la temida Cueva del Calor. Apenas era una abertura sobre el suelo de dos metros de diámetro. Parecía imposible que tras esa abertura tan estrecha se pudiera descender hasta la ribera del Segura. Un escalofrío me recorrió la espalda al asomarme y percibir una brisa cálida emanando de su interior. Respiré hondo varias veces, y me dispuse a entrar en busca de aquella vasija oculta en las profundidades.
Encendí el frontal de la linterna y comencé la expedición. A medida que penetraba en la caverna imaginaba a los moros bajando por algún pasadizo secreto que llevaba hasta la galería sellada donde estaba oculto el tesoro de Benzaddon… El primer trecho de la cueva descendía literalmente en picado, aunque no ofrecía más dificultad que alguna prominencia incómoda; pero a partir de un punto comenzaba un tramo sumamente estrecho que se debía atravesar reptando. En esas circunstancias era imposible ir contando los pasos, por lo cual deduje que la cifra de cincuenta a la que aludía el pliego tan sólo indicaba de manera aproximada dónde se hallaba la vasija, si es que en realidad se encontraba en aquel lugar… Una vez atravesado aquel tramo continué el recorrido dejando a los lados varias galerías anexas que podían llevar a la confusión, pero di por hecho que el pasadizo principal era la referencia a seguir. Como medida preventiva fui colocando pequeñas piedras en las bifurcaciones para que a la vuelta no hubiera lugar posible a error. Perderme en aquella caverna sin ayuda y sin provisiones me habría conducido a una muerte segura… Nunca he padecido de claustrofobia, pero hasta el ánimo más templado podría sufrir una crisis nerviosa ante una situación inesperada en las profundidades de aquella sima. Sin duda lo más acertado era concentrarse en cada instante procurando no caer presa del pánico. De vez en cuando encendía una vela para comprobar la calidad del oxígeno y verificar también si corría algo de aire. El leve movimiento oscilante de la llama delataba que aquel pasadizo comunicaba con alguna salida, aunque ignoraba por completo a qué distancia podría estar. Mi única certeza era que en esos momentos me hallaba inmerso en las entrañas de la sierra…
El caso es que había superado con creces los cincuenta pasos indicados por el pliego y no encontraba ni rastro de aquella vasija. Sin dejar que el desánimo se apoderase de mí, continué descendiendo con cautela vislumbrando a los lados varios pozos insondables, alguno de los cuales dejaba escapar el murmullo de aguas subterráneas. Era obvio que la humedad iba en aumento a medida que descendía. Leves bocanadas de aire cálido acariciaban mi rostro verificando que la montaña tenía un origen volcánico. Tras recorrer varias pendientes muy inclinadas, llegó un momento en el cual el pasadizo se bifurcaba de forma simétrica. Durante unos instantes dudé qué dirección seguir, pero mi asombro fue cuando al iluminar la pared rocosa que indicaba el camino de la izquierda, vi una inscripción tallada a machete en la pared, que decía: «Escríbeme a la tierra, que yo te escribiré». Aquella célebre frase del poeta me reforzó el ánimo. Todo apuntaba a que ésa era la dirección correcta… Avancé unos metros por aquel pasadizo hasta hallar una pequeña cavidad con forma de bóveda. En un recodo, medio enterrada, encontré por fin la vasija de barro. Un mareo vertiginoso provocado por el cansancio y la falta de oxígeno hizo que me desplomara en el suelo. Tras unos segundos en los que me sentí aturdido, aparté la arena con mis manos y abrí la tapa de la vasija. Expectante, hallé dentro una nota en la que ponía:
«Aquí se encuentran las últimas cartas escritas por Miguel Hernández tras la Guerra Civil durante su encierro en la prisión de Alicante. Todas contienen poesías inéditas que jamás vieron la luz. La correspondencia fue retenida por la censura fascista que las consideró propaganda subversiva capaz de sublevar al pueblo mediante los versos. Fueron rescatadas de la cárcel gracias a varios compañeros intrépidos que desafiaron un severo castigo de las fuerzas opresoras. Se ocultaron aquí como medida de precaución, esperando que algún día vuelvan a salir al exterior».
Excitado, saqué una por una todas las cartas de la vasija. Estaban amarillentas debido al paso del tiempo y algo humedecidas por el ambiente de la caverna. No lejos de allí podía oírse el rumor de un manantial subterráneo que daba al entorno cierto sosiego. Cogí del macuto un manojo de velas blancas, las situé en círculo alrededor de la bóveda, y en una especie de ritual me dispuse a leer los poemas.
Las velas se fueron consumiendo mientras permanecía embebido por los versos, a cuál más bello y desgarrador. No puedo describir con palabras la intensidad de esas poesías. Habían salido de su puño a borbotones como gotas de sangre. Miguel empujaba aquellas estrofas sublimes arrancándose el corazón de cuajo en cada palabra. Eran poemas feroces, definitivos, universales; poemas volcados sobre las hojas con arrebatos de instinto; poemas que clamaban la voz de un ser humano redimido a base de sufrimiento; poemas de un hombre que había traspasado las fronteras de la mortalidad para renacer de nuevo.
Mis lágrimas se derramaron sobre aquello versos cargados de sentimientos. Leyendo esas cartas amarillentas sentí una mezcla agridulce de dicha y tristeza. Soy incapaz de medir el tiempo que pude permanecer embebido entre los poemas. Más bien diría que el tiempo no existía bajo las profundidades... Al terminar de leer, el eco lejano de una voz me susurró que los versos formaban parte de la tierra y que allí deberían permanecer para siempre, bajo los montes donde Miguel pastoreaba con sus cabras y donde escribió sus primeras estrofas. Fui consciente de que dejar allí oculta la obra póstuma de uno de los mejores poetas que ha dado la Humanidad era una locura, pero aquel eco remoto no me permitió sacar ni uno solo de los manuscritos. Emocionado, introduje de nuevo las cartas en la vasija y la volví a cubrir de tierra.
Cuando por fin salí de la cueva, el sol se ocultaba como una brasa rojiza entre las montañas de la sierra. Entonces sentí que algo nuevo se había aferrado a mi alma tras leer aquellos versos; los versos de un poeta herido por el destino y la rabia de la injusticia; un poeta que era la voz desgarrada del pueblo; un hombre al que se le dejó agonizar de manera premeditada hasta el fin de sus días. Esos poemas guardaban el vigor de un puño tembloroso por la enfermedad, pero firme en su mensaje.
10
Cuatro días después me cité de nuevo con Sarah en la tetería árabe. Había recabado más información y me puso al tanto de muchos detalles que desconocía. De esa manera, codo con codo, pudimos ir reconstruyendo el rompecabezas de aquella historia. Sarah me habló de la siniestra figura del padre Vendrell. Este personaje era el capellán de la prisión de Alicante donde estuvo preso Miguel Hernández. De él se decía que era Lucifer disfrazado con sotana... Su diabólica perversidad cavó la tumba del poeta y de muchos reclusos inocentes. El padre Vendrell solía alentar de esta manera a los republicanos prisioneros que iban a ser fusilados de madrugada: «No os dejéis invadir por el miedo, hijos míos, porque los soldados tienen muy buena puntería y no os harán ningún daño». Luego aquel hombre malvado añadía con todo el cinismo: «Vosotros sí que sois bienaventurados, puesto que conocéis el momento exacto en que ha de veniros la muerte, y así podéis poneros en paz con Dios, que es lo único que debe importaros».
Este infame sacerdote jesuita fue el que frenó las peticiones de Miguel y su familia para que fuera atendido de manera conveniente en un hospital debido a su grave enfermedad. El tifus y la tuberculosis devoraban su cuerpo ante la indolencia del cura. Miguel llenaba cubos de pus bajo la insalubre cama de la prisión donde murió abandonado de Dios y de los hombres que habrían podido salvarle. El padre Vendrell visitó al poeta ya moribundo y le dijo con refinada crueldad: «Nosotros no vamos a conseguir de usted que se retracte, pero tampoco usted conseguirá que lo saquemos de aquí con vida». Poco tiempo después Josefina se confesó con el clérigo en la iglesia del penal y le suplicó: «Padre, mi marido se me está muriendo en la cárcel y yo estoy sufriendo mucho». Él le contestó poniendo la mano en su hombro con tono malicioso: «Hija mía, la Iglesia no tiene la culpa de eso…»
Varios reclusos que sobrevivieron al infierno de aquel presidio dan fe de que el sacerdote siempre llevaba oculta una pistola en la sotana que hacía pasar por un crucifijo, tal era la perfidia de este servidor de la Iglesia, un clérigo hipócrita y sin ningún tipo de escrúpulos… Muchas cartas del penal fueron retenidas por la voluntad malévola del padre Vendrell. El cura manejaba a su antojo la correspondencia de los presos apartando del destinatario aquellas misivas que consideraba peligrosas y que podían soliviantar el ánimo de quien las recibiera, iniciando así una revolución popular contra el poder establecido años atrás de forma autoritaria por el ejército sublevado. Se vigilaron de manera especial las cartas enviadas por Miguel Hernández pues temían que con la destreza de su pluma se pusieran al descubierto las atrocidades cometidas en la prisión de Alicante. El padre Vendrell guardaba en el despacho del penal aquella valiosa colección de versos por temor a que fuesen propagados entre el pueblo llano. Algunos funcionarios de la cárcel mantenían contacto con los reclusos y todos sabían que el comisario eclesiástico iba acumulando los poemas de manera clandestina.
Miguel, ya a punto de morir, pidió a sus compañeros que recuperasen aquellas cartas y se las hicieran llegar a su mujer. Meses después pudieron cumplir sus deseos. Gracias a un funcionario confidente de los presos lograron hacerse con las cartas requisadas y por medio de una cadena de personas las hicieron llegar hasta Josefina. Pero el riesgo de conservarlas en su casa era demasiado alto, por lo que se decidió ponerlas a salvo en un lugar secreto. Alguien con influencia en el Colegio de Santo Domingo introdujo allí las cartas, que fueron archivadas junto a varios volúmenes de poesía clásica. A corto plazo, el Colegio de Santo Domingo era el lugar idóneo para ocultar los versos de Miguel Hernández. Nadie sospecharía jamás que la obra póstuma de un poeta republicano pudiera hallarse en el interior de una iglesia. Allí debieron permanecer varios años durante la posguerra. Al cabo del tiempo el padre Vendrell se enteró por terceras personas de que en algún archivo del Colegio se ocultaban los escritos del poeta; escritos que él mismo le había robado durante su estancia en la cárcel. Siendo conscientes del riesgo que podían correr las poesías, se decidió esconderlas bajo una losa de la iglesia. Más tarde, después de continuos registros infructuosos ordenados por el capellán, las cartas se ocultaron en la Cueva del Calor junto a las ruinas del castillo moro. Bajo la losa secreta de la iglesia tan sólo se dejó un mensaje encriptado dentro de un cofre, que sería custodiado por la calavera de Frater Joanes de Vesellis hasta que terminase el estado de opresión que reinaba en el país.
No se sabe en qué momento, pero alguien se encargó de meter tras el marco de la foto familiar el pliego que daba la pista para que algún día fuese desvelado el paradero de los versos, como así resultó ser.
11
A la semana siguiente regresé a mi ciudad exhausto, aunque plenamente satisfecho de mi investigación. Incluso habiéndome quedado sin trabajo como consecuencia de la nota que hallé tras ese viejo marco torcido, sigo pensando que el esfuerzo por descifrar el enigma de la calavera mereció la pena. En cualquier caso, fue el capricho del destino el que trenzó los hilos de esta aventura. Como tantas veces a lo largo de nuestra existencia, el viento sopla a su libre albedrío haciéndonos fondear en lugares insospechados.
A pesar de los años transcurridos desde aquel sorprendente hallazgo, todavía guardo en mi memoria cada instante vivido, tanto en la iglesia de Santo Domingo como en la Cueva del Calor. Aún conservo entre mis dedos el tacto de aquellas hojas húmedas y la letanía de los versos flotando en mi mente como un perfume liviano.
De Sarah Zarco tengo que decir que no volví a saber nada de ella. Poco tiempo después partió a Nuevo México en busca de sus sueños. Quizás fue lo mejor para mí, pues en aquel momento de mi vida el amor era algo que incluso me hacía daño… Jamás olvidaré ese tono de voz que acariciaba las palabras atrapando el alma de quien las escuchara.
Nunca lamenté mi decisión de dejar allí enterrados los escritos, aunque más de una vez estuve tentado de volver a la cueva para rescatar los versos y esparcirlos por el mundo. Desgraciadamente, dicho cometido ya resulta del todo imposible. Algunos años después de mi incursión un desplome de rocas subterráneas selló para siempre la Cueva del Calor.
Hoy en día cuando regreso por aquellos campos de naranjos y limoneros no puedo dejar de sentir una intensa nostalgia. A menudo paseo embebido por el paisaje contemplando las montañas escarpadas al atardecer. Entonces tengo la sensación de que esos versos ocultos afloran al exterior por cada poro de la tierra.
Ha pasado mucho tiempo desde que un zagal lleno de vida cuidara su rebaño de cabras mientras escribía poemas en un cuaderno desgastado, pero sin duda su espíritu resurge a cada instante sobre aquella sierra cubierta de tomillo y romero.
Sí, Miguel Hernández todavía permanece allí lanzando versos al viento como un águila herida que remonta el vuelo hacia la eternidad.
FIN
Para la libertad, mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.
Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales, y entro en los algodones
como en las azucenas.
Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
de mi casa, de todo.
Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.
Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.
Llevaba años sin entrar allí.
El mero hecho de pensar que alguna vez tendría
que atravesar el umbral de esa puerta le producía escalofríos... La última
ocasión que tuvo el valor de hacerlo fue con la máscara ocultando su verdadero
rostro, pero Rael sabía que antes o después debería enfrentarse al espejo.
Siempre mantuvo la habitación sellada con un par
de cerrojos y cada noche revisaba las llaves en el cajón de la mesilla para
asegurarse de que no faltaba ninguna.
Los niños muchas veces habían querido entrar en
aquella estancia, aunque él se negaba en rotundo a dejarlos ni tan siquiera
vislumbrar lo que se ocultaba en ella... Rael sospechaba que el paso del tiempo
habría vuelto aquel lugar cada vez más tenebroso. Imaginaba el espejo rodeado
de candelabros con mugrientas telarañas que se cruzaban de lado a lado. Sobre
la cómoda, una vieja Biblia polvorienta con las tapas raídas era testigo mudo
de las noches silenciosas. Durante lustros permaneció abierta por el Antiguo
Testamento en el capítulo donde Abraham ofrece su propio hijo a Jahvé como
sacrificio.
En realidad era lo único que existía allí dentro, pues la habitación quedó desalojada muchos años antes tras la muerte del abuelo paterno, día en el que el difunto estuvo de cuerpo presente durante toda aquella lúgubre velada. Ahora la alcoba se mostraba fría y húmeda bajo la oscuridad...
2
Como cada mañana Rael
cogió el sombrero y se puso el rostro. Nada más salir a la calle comenzaba una
peculiar danza de saludos y buenas maneras. Su reputación en el barrio era
intachable. Los domingos acudía a la parroquia para asistir a misa como el más
cumplidor de los beatos. Durante el oficio religioso a menudo se ofrecía
voluntario para leer algún fragmento de las epístolas destacando sobre los
demás en la oratoria por su brillante elocuencia. El vecindario le consideraba
una persona afable y simpática a raudales. Se decía de él que era el marido y
el padre perfecto, digno de la mejor familia. Siempre que salía de paseo por el
bulevar de la avenida Rael alzaba el sombrero saludando con gentileza y
donaire. No existía dama que a su paso tuviera que enfrentarse con una puerta
cerrada, allí siempre oportuno estaba él haciendo alarde de caballerosidad y
palabras perfumadas.
Pero la realidad era bien distinta. Cuando Rael
volvía a casa colgaba el rostro junto al sombrero y todos se echaban a
temblar... Con la misma mano que abría la puerta a las damas, noche tras noche
maltrataba a su esposa. También atemorizaba a sus hijos amenazándoles con
dejarlos en la calle pidiendo limosna y durmiendo bajo un puente del río. A
veces Rael observaba de cerca a Anna, y si descubría una arruga nueva sobre su
piel se lo recriminaba con todo el desprecio del mundo. No podía soportar el
hecho de ver en su cuerpo los pliegues propios de la vejez... Tiempo atrás Anna
fue famosa en el lugar por su belleza. En plena juventud a su paso los hombres
se giraban exclamando alguna galantería. Pero el transcurso de los años había
ajado sus facciones. De aquella mujer lozana sólo quedaban las fotos y el
recuerdo. Muchas tardes plomizas Anna se ahogaba en su soledad contemplando
esas imágenes en las cuales se mostraba radiante. Acariciaba el papel y cerraba
los ojos volando hacia el pasado cuando su belleza provocaba la admiración de
cualquier hombre... Ahora tan sólo era un estorbo para su marido. Rael se
mostraba incapaz de mirar en el interior de su esposa y valorar las virtudes
espirituales que ella irradiaba; virtudes que no se podían tocar, pero
inigualables en otro tipo de belleza.
Lo cierto es que Rael no soportaba la decadencia
de su físico pues en ella veía reflejada la amargura de un ser superfluo que
jamás quiso alimentar su alma. Con el paso de los años Rael comprendió que aquella
vida de fachada se desmoronaba por momentos. Aun así, para él seguían siendo
más importantes las relaciones con extraños que las de sus propios familiares,
por ello cultivaba su hipocresía con denuedo y perseverancia. Todas las mañanas
tras el desayuno Rael ensayaba los gestos más corteses y las palabras más
precisas para ganarse al público: «¡Buenos días, don Cosme! ¡Que tenga una
jornada agradable!» «¡Saludos a su marido, doña Matilde! ¡Pase usted una buena
tarde!» La sonrisa de Rael era mecánica, se diría que como accionada por un
resorte. Tan sólo quien se fijase bien podía descubrir que estaba completamente
hueca... Aquella sonrisa histriónica resultaba incapaz de encender el brillo en
sus ojos puesto que no salía del corazón. Era un mero recurso, un reclamo para
ganarse la simpatía de las gentes y ciertamente lo conseguía. Don Rael saludaba
efusivo a los vecinos, que jamás pudieron sospechar lo que sucedía en su casa
de puertas para adentro… La auténtica realidad es que era un mentiroso
compulsivo. Engañaba, intrigaba y calumniaba manipulando alrededor todo lo que
fuera necesario con tal de acrecentar su reputación. Ése era su único tesoro:
vivir inmerso en la mentira de su propia imagen para ocultar así su verdadera
naturaleza que era del todo mezquina y abyecta.
3
Nada más entrar en el recibidor Rael colgaba el
sombrero junto al rostro. Entonces es cuando mostraba su verdadera cara. A su
mujer le gritaba con desprecio por la menor circunstancia. Si el guiso no
estaba sazonado a su gusto volcaba la olla esparciendo la comida por el suelo.
Después le ordenaba recogerlo con el cazo para servirlo en su plato y en el de
los niños. Rael disfrutaba observando cómo a duras penas engullían cabizbajos
bocado tras bocado. Aquello era una muestra de sumisión placentera que le
regocijaba en lo más profundo de su maldad… Las duchas de agua fría, los
pellizcos retorcidos o la correa del cinturón eran algunos de los métodos que
utilizaba para llevar a sus vástagos por el buen camino. «¡No, papá, eso no!», suplicaban los niños sobrecogidos cuando su
padre les imponía algún castigo severo. «¡Así aprenderéis!», rugía iracundo con
las venas del cuello hinchadas y el rostro congestionado. A menudo los
encerraba durante horas en el desván obligándolos a leer pasajes de la Biblia
en los que Dios castigaba a aquellos que no cumplían con sus mandamientos.
Solía decir a sus hijos que el escarmiento ante el pecado era la única forma de
enderezar a cualquier persona para guiarla hacia la salvación. Rael siempre les
ponía de ejemplo el pasaje de Abraham como muestra de lealtad y rectitud, al
igual que su padre se lo puso a él y su abuelo a su padre. Aquella costumbre se
había transferido en la familia generación tras generación. Según el Antiguo
Testamento la omnipotencia divina prevalecía ante cualquier causa de
sufrimiento humano por cruel e injusto que pareciese a los ojos del hombre.
Cierta noche que Rael llegó a casa los hijos no
salieron a recibirle. Sus zapatillas faltaban junto al sillón y la cena aún no
estaba puesta sobre la mesa. Furioso, dio una patada en la puerta del
dormitorio de los niños haciendo un agujero sobre la madera que permaneció allí
durante toda su infancia. De esa forma quiso recordarles siempre lo que pasó
aquel día... Entre muchas otras mezquindades Rael escondía el chocolate dándoles
una mísera onza a cada uno por el día de su cumpleaños. Para entonces el
chocolate ya estaba rancio, pero ellos lo tragaban con desgana evitando así la
cólera de su padre, el cual los humillaba de forma constante para debilitarlos
en su ánimo.
Uno de sus juegos favoritos era hacerles rabiar
con enredos sibilinos. Enfrentaba a sus hijos mediante calumnias y se regodeaba
viendo el efecto que los comentarios provocaban entre ellos. Pero el acto más
inmundo del que fue capaz tuvo lugar cuando su tercer hijo murió ahogado en el
río. Rael decidió enterrarlo en una tumba sin nombre por ahorrarse el dinero.
Ni tan siquiera constaba una mínima inscripción con letras de plomo sobre su
pequeña lápida... Aun así, solía decirles a todos que no merecían un padre como
él; un padre que se había ganado la mejor reputación posible en el barrio.
Sin embargo, Anna conocía bien las inclinaciones
disolutas de su marido. Muchas veces después de cenar Rael salía sigilosamente
de casa con el sombrero calado y las solapas de la gabardina levantadas... Amparado
por el manto de la noche frecuentaba prostíbulos de los arrabales y alternaba
en los lugares más sórdidos donde solía apostar grandes sumas de dinero jugando
partidas clandestinas de cartas. Cuando perdía en alguna apuesta temeraria
regresaba a casa borracho y maldiciendo a su familia.
Rael jamás tuvo una muestra de afecto con sus
hijos. Ninguno de ellos sabía lo que era recibir cariño paterno. De no ser por
el amor de su madre habrían crecido sumidos en la desolación. Él pensaba que
toda su simpatía debía estar reservada a la gente de la calle, al vecino de
enfrente, al sacerdote de la parroquia, al frutero del mercado, al dueño de la
barbería, al quiosquero de los periódicos, al jardinero del parque, al concejal
del ayuntamiento, al camarero de la taberna o incluso a los forasteros de la
ciudad. Y Rael conseguía siempre sus propósitos. Nadie fue capaz de adivinar el
submundo que se vivía entre las paredes de aquella casa...
4
Año tras año la belleza de Anna iba marchitándose
bajo el desprecio de Rael. A la par que sus fotos, su felicidad se fue
amarilleando de manera paulatina. Invadida por la tristeza recordaba todas las
humillaciones que padeció durante los embarazos. Rael no podía aceptar el hecho
de que su piel, antaño tersa y suave como el terciopelo, se fuera cubriendo de
estrías a medida que paría a sus hijos. Muchas tardes lluviosas Anna lloraba
cuando le venían a la mente todas esas infidelidades mientras los pequeños iban
creciendo en su vientre. Rael le echaba en cara que ya no era tan atractiva y
que se había descuidado con la crianza de los retoños. «¡Mira tus pechos!», le gritaba con desprecio. «¡Están flácidos de
tanto amamantar!»
Cada noche, como de costumbre, Rael abandonaba
el lecho conyugal para satisfacer con el cuerpo de otras mujeres su lascivia
desenfrenada. Un embarazo tras otro, Anna tuvo que padecer aquella cruel
vejación mientras los hijos iban creciendo entre muestras de crueldad y
despotismo. Para él seguía siendo más importante un saludo efusivo a cualquier
vecino que una simple caricia hacia alguno de ellos... Rael tan sólo se
alimentaba de lo superficial ignorando que la verdadera felicidad tiene sus
raíces en los sentimientos más profundos.
5
Como todo campo que no es labrado resulta imposible
cosechar fruto alguno de la nada y menos de un ser querido. Con el paso del
tiempo uno tras otro los hijos fueron abandonando la casa hasta que sólo quedó
el más pequeño de ellos. Oliver tuvo que cargar con toda la infamia de un padre
que no sabía asumir con naturalidad su vejez ni la de su mujer. Necesitaba
alguien sobre quien vomitar su frustración y utilizó a su hijo como cabeza de
turco. Muchas veces le humillaba haciéndole sentir culpable de haber nacido... Oliver
a menudo padeció castigos desmedidos por parte de Rael. Llegó a encerrarle durante
días enteros en el desván con la Biblia como única compañía para que expiara
sus pecados mediante la lectura. En numerosas ocasiones el puente sobre el río
pasó a ser su segundo hogar. Ni en lo más crudo del invierno Rael tenía piedad
de su último hijo. Lluvias y frío acompañaron a Oliver bajo el puente donde
sólo se guarecía con una vieja manta. Su madre solía darle a escondidas un
mendrugo de pan y un pedazo de queso para que al menos tuviera algo que echarse
a la boca mientras durara el castigo.
El embarazo de Oliver fue angustioso para Anna.
Durante los nueve meses de gestación su marido se mostró más desalmado que
nunca. Rael a menudo volvía borracho a casa en plena madrugada. Al llegar
colgaba el rostro sobre el perchero y empezaba a humillar a Anna jactándose de
que había yacido durante toda la noche con mujeres más jóvenes que ella. Antes
incluso de haber nacido Oliver ya sufría en el vientre de su madre la infamia
de un ser despiadado… En el transcurso de su infancia vivió el infierno y la
angustia del maltrato, unido al estupor de ver a un padre que se transformaba
al salir cada mañana colocándose el rostro bajo el sombrero.
6
Llegó un momento en el que la hipocresía de Rael
rebasó los límites. Consciente de su culpabilidad y comido por el
remordimiento, en vez de enmendar las malas acciones pidiendo perdón a sus
hijos empezó a justificarse con los vecinos de la poca atención que éstos
tenían hacia su persona. Al salir de casa siempre que podía se lamentaba
diciendo que todos le habían abandonado...
Solía quejarse de que solamente los veía una vez al año en Nochebuena.
Rael apretaba el sombrero contra su pecho y terminaba llorando sobre el hombro
de algún vecino incauto. El verdugo asumía el papel de mártir vertiendo la
carga de sus pecados en las espaldas de los demás… Día tras día fue manipulando
la verdad de forma sutil y maquiavélica hasta poner en contra de sus hijos a
todo el vecindario. Para la gente del barrio era imposible que Rael pudiese
mentir y nadie se planteó en ningún momento dudar de su palabra. Todos,
incluido el jardinero, el párroco, el barbero, el concejal, el frutero, don
Cosme y doña Matilde, lamentaban que unos hijos tan ingratos hubieran
desamparado a un padre bondadoso y ejemplar. La reputación de Rael brillaba lustrosa
e impecable a pesar de sus métodos fingidos. De esa forma sibilina continuó
afilando las garras bajo su piel de cordero… Poco a poco sus difamaciones
fueron calando en la opinión del vecindario y la gente comenzó a retirar el
saludo a la pobre Anna. A su paso cuchicheaban palabras de censura y desprecio:
«¡Qué poca vergüenza! ¡No hay derecho lo que están haciendo con un hombre tan
bueno!», murmuraba don Cosme mirándola de reojo. «¡Ay, Dios mío! ¡Qué injusta es
la vida!», se lamentaba doña Matilde haciéndose cruces sobre la frente.
Aquello era más de lo que un alma afligida podía
soportar. Anna cayó sumida en una depresión que la hundió en profundos abismos de
melancolía. Pasaba las horas muertas en la cama sumida en la tristeza y abandonada
por completo. Ya ni siquiera sacaba las fotos de su juventud para contemplarlas.
Aquellas imágenes del pasado fueron amohinándose en un cajón oscuro del
armario...
Una fría mañana de diciembre Anna murió de pena.
Justo en el momento de fallecer varias lágrimas resbalaron por sus mejillas.
Hasta el último hálito la pobre mujer padeció el terrible sufrimiento que
produce el desconsuelo… Con el alma partida, Oliver le dio un beso en la
frente, colocó una rosa roja entre sus manos, recogió las fotos de su madre y
abandonó para siempre aquel infierno. Antes de partir dejó una nota en el forro
del sombrero, que decía así:
«El que es
capaz de matar al amor algún día pagará por ello.»
7
Las luces navideñas adornaban los árboles iluminando
las calles del centro de la ciudad. Los niños correteaban por el parque jugando
a lanzarse bolas de nieve vestidos con sus botas de agua y sus gorros de papá
Noel. Se podían escuchar alegres villancicos saliendo por las ventanas de todos
los hogares. Las chimeneas humeantes delataban suculentos guisos que preparaban
las madres ayudadas siempre por los sabios consejos de la abuela. Todo era paz
y sosiego. Parecía como si los duendes hubiesen esparcido un manto de bienestar
sobre los tejados de las casas.
Aquella Nochebuena Rael cenó solo. Los gritos de
júbilo y las risas se colaban entre las rendijas del ventanal haciendo su
soledad insufrible. Se tapaba los oídos apretando los dientes mientras maldecía
la suerte que le había deparado el destino. Comido por la rabia, se sentía
frustrado ante los vestigios de felicidad que provenían de afuera… Tampoco ningún
vecino reparó aquella noche en él. Todos estaban demasiado ocupados entre
regalos y visitas familiares como para acordarse del ciudadano más ejemplar que
habitaba en el barrio.
La cena
permanecía servida junto con los cubiertos de plata y la vajilla de porcelana a
la espera de ser utilizados por unos familiares que ya nunca regresarían a
casa. Sentado en un extremo de la mesa observaba las sillas vacías recordando
uno por uno los rostros de esos hijos a los que había maltratado. Dos horas más
tarde, la comida aún estaba sobre el mantel ribeteado en oro sin que Rael
hubiera podido probar bocado.
Era ya medianoche cuando el carillón de pared
comenzó a dar las campanadas. Entonces lloró desconsolado tapándose el rostro
entre sus manos mientras gritaba: «¡Por qué me habéis hecho esto, si siempre
fui un buen padre!» De pronto, el cielo comenzó a encapotarse. Decenas de nubes
negras se agolparon sobre un firmamento que durante toda la noche había
permanecido estrellado. El sonido de los truenos se escuchaba retumbante en la
lejanía. Infinidad de relámpagos alumbraban el horizonte salpicando el cielo
con fugaces destellos que cegaban la vista. Una tormenta amenazaba con
descargar de forma inminente sobre la ciudad.
8
Rael permanecía sentado en la silla como un
autómata contemplando el guiso de cordero en la fuente de metal repujado.
Miraba pensativo dejando la vista perdida ajeno a la borrasca que se cernía
sobre la urbe. Pequeñas gotas de lluvia comenzaron a resbalar por las ventanas
como preludio de la tempestad.
Sus ojos
hundidos contemplaban incrédulos aquellos asientos vacíos... En pleno delirio
creyó ver los espectros de sus hijos flotando inertes sobre las sillas. Con los
labios temblorosos, Rael les preguntó por qué le habían abandonado. Uno tras
otro fueron recordándole todas las crueldades que había cometido con ellos y
con su madre. A medida que las palabras de los hijos desbordaban su conciencia,
la lluvia, que en un principio caía tenue, empezó a arreciar con fuerza. Las
gotas de agua se precipitaban en tromba haciendo invisible la calle desde el
interior. Apenas se podía vislumbrar la luz mortecina de las farolas en medio
de la intemperie.
Rael escuchaba todos los reproches negando una y
otra vez con la cabeza. De pronto, la imagen de un niño surgió frente a él.
Aquella criatura indefensa alzaba los brazos rogando consuelo desde el
sepulcro. Tan sólo le pedía a su padre unas humildes letras de plomo sobre la
lápida bajo la cual yacía… El resto de los hermanos reprendieron a Rael por tan
mísera mezquindad. Le injuriaban ofendidos mientras se tapaba su rostro
completamente humillado. Fuera de sí, empezó a jadear con la respiración cada
vez más profunda y entrecortada… Ahogado en su propio aliento, farfulló presa
de la histeria: «¡No, eso no es verdad, lo juro!» El niño salió gateando del
sepulcro hasta asirse con las manitas al pantalón de su padre… Le miraba desde
el suelo con los ojos llorosos esperando una respuesta… Entonces varios truenos
descomunales hicieron retumbar las paredes del salón… El cuerpo de Rael se
agarrotó… Le era imposible articular los miembros... Las manos semirrígidas se
aferraban con fuerza a la silla... Apretándose contra el respaldo, cierta
sensación de vértigo le recorrió desde el pecho hasta el cuello… En ese
instante una tremenda granizada comenzó a golpear el ventanal. Poco a poco las
bolas de granizo aumentaron de volumen alcanzando el tamaño de nueces heladas. A
la par que aquellas esferas de hielo rompían varios cristales de las ventanas,
los espectros proyectaban sobre la mente de Rael terribles escenas del pasado
donde aparecía maltratando a su familia: gritos, insultos, amenazas, vejaciones...
Todas esas imágenes golpearon su conciencia con tanto ímpetu como lo hacía el
granizo contra el ventanal.
Descargas eléctricas caían sin cesar sobre los
pararrayos mientras Rael aguantaba el suplicio de contemplar las maldades que
había cometido durante años. Llegó un momento en el cual no pudo soportar todo
el peso de sus pecados… Haciendo un esfuerzo sublime consiguió levantarse de la
silla. Golpeando los puños contra la mesa, espetó iracundo: «¡¡Basta ya!!
¡¡Bastaaa!!» De repente los cubiertos comenzaron a tintinear en una danza
macabra. La vajilla vibraba tambaleándose ante sus ojos atónitos... Justo
cuando los espectros desaparecieron, un tremendo haz de luz proveniente del
exterior invadió el salón. Aquel resplandor que irradiaba la casa era de una
refulgencia cegadora… Tras varios segundos en los que el silencio inundó la
estancia, una brutal descarga se precipitó desde el cielo sobre el tejado. Rael
perdió el equilibrio cayendo al suelo. Atemorizado, permaneció boca abajo
protegiendo su cabeza entre los brazos.
9
Cuando por fin amainó la tempestad Rael se puso
en pie con cautela. Aquel tremendo rayo había dejado sin luz toda la casa…
Andando muy despacio dirigió sus pasos vacilantes hacia el mirador. Asomándose
al ventanal resquebrajado, comprobó que el resto del barrio también estaba a
oscuras. Rael caminó a tientas hasta la cocina con la intención de buscar
alguna vela que le permitiese iluminar el comedor. Tras encender una gruesa
cerilla de las que utilizaba para el fogón, rebuscó entre los estantes durante
un buen rato. Tijeras, coladores, abrelatas, morteros, sacacorchos... Toda
clase de artilugios domésticos se le enredaban entre los dedos ante su
desesperación. Después de una búsqueda infructuosa, recordó que en la
habitación del espejo estaban aquellos viejos candelabros que hasta la muerte
de los abuelos siempre fueron utilizados en Nochebuena.
Durante varios segundos se quedó dubitativo.
Nadie había entrado en ese cuarto desde hacía lustros. Atravesar el umbral de
aquella puerta le daba pánico... Rael pensó que no sería prudente meterse allí
desprovisto de su rostro. Salió a tientas de la cocina y fue palpando la pared
del pasillo con la intención de llegar hasta el recibidor para coger la máscara
que colgaba en el perchero. Sin embargo, una fuerza invisible comenzó a
arrastrarle hacia la habitación del espejo. Era como si unos brazos musculosos
accionaran sus movimientos, de los cuales ya no era dueño. Rael quiso oponer
resistencia clavando las uñas en la pared y tensando las piernas contra el
suelo, pero por más que intentaba aferrarse todo su esfuerzo era en vano. Aquella
fuerza incorpórea le dirigía empujándole en dirección opuesta al recibidor de
la casa. Articulado como una marioneta
avanzó hasta su dormitorio y cogió las llaves que había en el cajón de la
mesilla. Permaneció unos instantes sentado sobre la cama con la esperanza de
que aquel extraño fenómeno cesara. Sacó el pañuelo de su bolsillo y se enjugó
el sudor de la frente. Con las manos temblorosas examinó el manojo de llaves; observó
que el robín las cubría totalmente por la falta de uso. Rael respiró hondo
varias veces lamentándose. Abrir los viejos cerrojos que durante tantos años
habían sellado aquella lúgubre habitación se le antojaba como si fuera un
sacrilegio, pero sobre todo sentía pavor de entrar allí indefenso sin su
máscara... La tormenta cesó durante varios minutos. Esa calma momentánea le
sirvió para tomarse un respiro. De pronto, volvió a sentir la energía
empujándole fuera de su dormitorio. Apretando los dientes, una vez más intentó
rebelarse mientras se agarraba con todas sus fuerzas a la pata del somier… De
nada le sirvió aquella endeble resistencia. Una voz de ultratumba le llamaba
desde el fondo de la habitación del espejo arrastrando hacia adentro su voluntad.
10
Maltrecho y a regañadientes, Rael se encaminó en
dirección al cuarto maldito... Durante unos segundos aquella energía insondable
pareció darle un respiro. La tentación de darse la vuelta y salir corriendo se
cruzó por su cabeza, pero en el fondo era consciente de que no iba a servir de
nada… A pesar de no sentirse empujado, sabía que al menor movimiento en
dirección opuesta la fuerza invisible volvería a acometerle de nuevo. Apoyando
las manos en la balaustrada, Rael subió los escalones que conducían a la habitación
del espejo... La madera desgastada crujía bajo sus zapatos con un sonido
lastimero. En lo más íntimo de su ser, tuvo el pálpito de que cada peldaño le
estaba acercando a su destino... De nuevo los truenos comenzaron a escucharse
con un vigor descomunal haciendo retumbar todos los tabiques. Sus labios
resecos y agrietados comenzaron a temblar… Entonces le vino a la mente la
imagen de su esposa. Justo a la entrada de la puerta, se arrodilló avergonzado
pidiendo mil veces perdón mientras sollozaba. Pero aquellas lágrimas no
brotaban de su corazón, sino que eran fruto de su cobardía.
Agarrado al último destello de esperanza, pensó
que entrando a oscuras en la habitación su imagen no se reflejaría en el
espejo. Rael se incorporó del suelo y encendiendo una de las cerillas que había
guardado en el chaquetón iluminó la puerta. Con gesto nervioso, introdujo la
primera llave en la cerradura haciéndola girar. Sin embargo, el cerrojo de la
segunda estaba muy oxidado y no había forma de abrirlo. La vieja llave chirriaba
quejumbrosa como si la hubieran despertado de un profundo letargo. Tras varios
movimientos bruscos, al fin liberó la puerta del pestillo... Con la respiración
entrecortada, empujó aquel viejo portón de madera roída y pudo entrar por fin
en la alcoba.
11
Una oscuridad absoluta reinaba tras el umbral de
la puerta. Rael permaneció frente a la entrada dibujando en su memoria las
escenas que acontecieron el último día que estuvo allí adentro. Recordó el
cadáver rígido del abuelo yaciendo sobre el vetusto catre de nogal. Por unos
instantes tuvo la sensación de que el cuerpo del difunto aún permanecía en el
aposento... Pero tan sólo eran elucubraciones de su mente. La luz de un
relámpago iluminó de forma momentánea el cuarto oscuro y pudo comprobar que ya no
estaba aquel obsoleto camastro, aunque sí permanecía el antiguo espejo rodeado
de candelabros. Aquella cornucopia había ido pasando de generación en
generación perdiéndose su origen en la noche de los tiempos... Sobre la cómoda reposaba
la antigua Biblia de tapas raídas que seguía abierta por el capítulo donde
Abraham ofrecía a su hijo en sacrificio, pasaje releído en infinidad de
ocasiones por su abuelo como ejemplo magnánimo de la voluntad divina.
La intensidad de los relámpagos fue en
crescendo, de tal manera que en breves intervalos la estancia quedaba
iluminada. Haciendo acopio de valor, Rael por fin entró en la habitación.
Introdujo primero un pie manteniendo el otro bajo el umbral mientras sus manos
temblorosas se agarraban al marco de la puerta. Después hizo lo propio con el
segundo pie viéndose ya por completo dentro de la alcoba.
Aunque todo permanecía en calma, sentía una presión
que se desplomaba del techo contra su cuerpo. Quiso avanzar, pero se dio cuenta
de que sus movimientos eran plúmbeos. Cada paso suponía un esfuerzo añadido…
Por un momento se detuvo y observó todo de lado a lado. Cuando los relámpagos
iluminaban la habitación sus ojos captaban algunos detalles de aquel tétrico
lugar: un sinfín de mugrientas telarañas se habían apoderado de los rincones. A
lo largo de la traviesa que sujetaba las cortinas polvorientas una hilera de
pupilas brillaba en la oscuridad. Colgados boca abajo, media docena de murciélagos
siseaban entre sus colmillos. Tras el retumbe de los truenos revoloteaban por la
estancia dando chillidos estridentes... De pronto la lluvia arreció otra vez con
fuerza. El agua entraba por la vieja ventana que permanecía medio abierta dando
golpes bruscos debido a las ráfagas de viento.
A pesar de aquel ambiente tan desapacible empezó
a sentirse más tranquilo. Aquella fuerza que le aplastaba desde el techo se
disipó. Ya podía desplazarse a tientas por el cuarto sin dificultad alguna.
Rael suspiró hondo... Caminando con precaución decidió sentarse en el suelo
apoyando su espalda sobre la pared. Jamás hasta esa noche había sentido en sus
carnes una soledad tan desgarradora. Ofuscado en la falacia de su propio
engaño, no lograba comprender el hecho de haber sido abandonado por unos hijos
a los cuales, según él, nunca les había faltado nada. Ahora se encontraba
derrumbado en aquella húmeda y tétrica estancia ignorado por todos...
Rael permaneció sentado durante varios minutos
observando los haces de luz producidos por los relámpagos que de manera
intermitente cegaban sus ojos aturdidos. Encima de la cómoda destacaba la vieja
Biblia familiar custodiada entre los dos candelabros dorados de seis brazos. De
golpe le vinieron a la mente aquellas lecturas matinales de su abuelo
ensalzando los castigos de Dios para todo aquel que se saliera del recto
camino. «¡Ojo por ojo, diente por diente!», exclamaba frenético ante el asombro
de sus nietos que le escuchaban perplejos… Entonces recordó que el libro
sagrado solía quedarse abierto por el pasaje en el cual Abraham entrega su hijo
en sacrificio como muestra de lealtad a Dios. Tentado por la curiosidad, quiso
comprobar si aquel capítulo del Antiguo Testamento permanecía aún inalterable
sobre la cómoda. Lentamente se incorporó del suelo y a tientas rebuscó en el
chaquetón una de las cerillas que había guardado cuando estuvo en la cocina.
La llama del fósforo humeante iluminó la
habitación. Con el brazo extendido fue girándose para ver con detalle todo alrededor.
De pronto se le heló la sangre. A su derecha había notado el movimiento de un
bulto oscuro… Rael se quedó inmóvil durante varios segundos. Mirando de
soslayo, percibió una silueta que le observaba desde la penumbra... Su mano
temblaba mientras la cerilla se consumía junto a los dedos. Sopló con fuerza para
no quemarse y de nuevo un manto negro lo cubrió todo. Tan sólo las pupilas
refulgentes de los murciélagos destacaban en la oscuridad. Colgados bajo la
traviesa de las cortinas, presenciaban impasibles todo a su alrededor. Rael
aguardada expectante a que el destello de algún relámpago iluminase al espectro.
Aquella espera se hacía eterna para su ánimo… De pronto varios truenos
precedidos de rayos se desplomaron sobre la casa. Los murciélagos revolotearon
histéricos golpeando contra su cara atemorizados por el estruendo de la
tormenta. Por fin el resplandor le hizo ver con claridad que alguien permanecía
bajo la penumbra. Aquel ente le observaba rodeado de un mutismo que empezó a
crisparle los nervios. Una vez más sacó otra cerilla del chaquetón, rasgó el
fósforo y la habitación volvió a iluminarse. A pesar de que extendió el brazo,
no tenía suficiente valor para mirar hacia adelante. Con la mano temblorosa,
cogió un candelabro de la cómoda y encendió varias velas. Ahora todo a su
alrededor relucía con nitidez. Rael alzó el candelabro y poco a poco fue
subiendo la cabeza. En un arrebato de coraje, clavó su mirada sobre el rostro
fantasmagórico. De pronto su corazón se aceleró. Sentía las pulsaciones
rebotando contra el pecho a punto de estallar. Observó que los rasgos eran
tremendamente repulsivos. Aquella faz angulosa parecía la efigie de una momia
que durante siglos había reposado oculta bajo un sarcófago… Permaneció estático
mirando al individuo mientras sus dientes castañeteaban. Intuía temeroso que
los designios de aquel espectro eran oscuros y malévolos… Rael no sabía si huir
de allí o abalanzarse sobre su cuello en un acto de arrojo. Durante varios
segundos estuvo sumido en esa incertidumbre hasta que observó un detalle
turbador que le llamó la atención. Aquel sujeto vestía una ropa similar a la
suya. También sostenía un candelabro idéntico, aunque a diferencia de él lo
blandía con la mano izquierda... Como si estuviese hipnotizado por una extraña
fuerza magnética, Rael comenzó a imitar los movimientos del espectro con total
fidelidad. Aquella figura demoníaca le obligaba a repetir exactamente cada
gesto y cada mueca sin errar ni un solo centímetro. Aturdido y confuso, al
final se dio cuenta de que en realidad era el espectro quien le imitaba de
forma precisa. Por un instante llegó a pensar que se estaba burlando, pero su
expresión no reflejaba ningún gesto chancero, sino más bien todo lo contrario...
Entonces algo en aquella mirada le resultó familiar. Oculto tras los ojos
percibió el vacío infinito de un ser que había adulterado el alma durante toda
su existencia... Rael se echó a temblar. Sospechaba a quién podía pertenecer
aquella imagen repulsiva. Cientos de nubarrones oscuros flotaron amenazantes
sobre su conciencia... De pronto un rayo tremendo descargó en el tejado de la
casa. Los murciélagos revolotearon de nuevo alrededor de la habitación
estremecidos por el impacto. Rael se tambaleó zarandeando el candelabro. Varios
goterones de cera derretida cayeron sobre la manga de su chaqueta. «No... No
puede ser...», masculló al mirar de nuevo la imagen del espectro reflejada en
la cornucopia. Dando un grito de terror comenzó a hacer aspavientos mientras
sus ojos desorbitados huían de esa visión. Al girar con brusquedad sobre sí
mismo, las llamas del candelabro prendieron varias telarañas que colgaban del
techo frente al espejo. El fuego rápidamente se extendió como la pólvora
devorando aquel amasijo de telas enmarañadas. Un humo negro y espeso inundó la
habitación. Los murciélagos huyeron despavoridos por la ventana entre chillidos
estridentes. Cegado por la humareda, Rael daba tumbos de lado a lado como una
peonza descontrolada. Un trueno descomunal le hizo tambalearse hasta caer al
suelo de bruces. Tras disiparse el humo se puso de nuevo en pie, dejó el
candelabro sobre la cómoda y volvió a quedarse paralizado frente al espejo. Con
la respiración entrecortada, observó una vez más aquel espectro maléfico… Un
grito de dolor le desgarró la garganta. El reflejo de su verdadero rostro se le
hacía insoportable. Era un semblante diabólico y maligno que rezumaba crueldad
por todos los poros. Rael tuvo que ocultar sus ojos crispados bajo las manos…
De pronto la lluvia arreció con más fuerza entre descargas
brutales de rayos. Un sinfín de imágenes se atropellaron de golpe en su mente.
Por delante de su conciencia empezaron a pasar todas las vejaciones con las que
día tras día fue maltratando a su familia... Intentó gritar de nuevo, pero esta
vez dio un alarido estéril. Una vez más su mirada se clavó en aquel rostro y
observó frente al espejo su propia descomposición: de las comisuras de los
labios empezó a fluir un líquido purulento...... La lengua le colgaba a la
altura del pecho balanceándose como un péndulo dislocado...... Los oídos
supuraban pus entremezclada con sangre ennegrecida…… Uno tras otro los dientes
se desprendieron de la boca rebotando contra el suelo...... Las facciones se
derretían dejando entrever los músculos de sus quijadas...... Una convulsión
espontánea reventó los globos oculares que se deshicieron en una agüilla fétida......
La carne fue dando paso a una calavera desnuda mientras el pelo se desprendía a
mechones cayendo por su espalda......
Solamente la lengua resistió inalterable ante la
descomposición. Esa lengua viperina y ponzoñosa que tantas veces había difamado
a sus seres queridos.
12
Su cuerpo permaneció varias semanas postrado con
el cráneo reposando sobre la Biblia en el pasaje de Abraham. Decenas de gusanos
entraban y salían por todos los orificios devorando la carne en estado de
putrefacción. Ninguno de los vecinos le echó en falta durante esos días. Era
lógico pensar que aquel amable señor compartiera unas fechas tan señaladas en
compañía de sus familiares.
Nadie fue al entierro de Rael. Antes del sepelio
los hijos intentaron identificarle en la morgue, pero ninguno pudo reconocerlo.
Aquel cadáver comido por larvas que se arrastraban entre las cuencas vacías de
los ojos repugnaba a la vista. Su cuerpo expelía un olor hediondo capaz de
penetrar hasta el tuétano del que lo respirase. El anillo de bodas resultó fundamental
para dar un nombre al muerto. En su interior se podía leer este grabado: «Con amor, siempre fiel.» Rael fue
enterrado sin inscripción alguna en la tumba junto al sepulcro en el cual yacía
su tercer hijo. Tras vender aquel anillo de promesas incumplidas, los hermanos
costearon el epígrafe que reflejaba el nombre del niño sobre su pequeña lápida.
No hubo ceremonia religiosa, ni tan siquiera un responso por el alma del
difunto. El enterrador se limitó a hacer su trabajo de manera rutinaria echando
paladas de tierra sobre la caja de pino con suma rapidez.
Poco tiempo después los hermanos pusieron la
casa en venta. El desalojo de los bienes se hizo bajo un silencio solemne en
una fría mañana de invierno. Todos los muebles y enseres, hasta los de más
valor, fueron arrojados al vertedero. Ninguno quería seguir recordando aquel
sórdido lugar por medio de objetos que habían permanecido allí durante lustros.
Tan sólo salvaron un crucifijo que la madre guardaba en la mesilla desde el
fallecimiento de su hijo.
La casa quedó desnuda con las paredes como
testigos mudos de lo que cierta vez fue el hogar de una familia. Sin embargo, a
todos les pasó desapercibida una prenda que colgaba arrugada sobre el perchero
con una sonrisa esperpéntica: el rostro de Rael.
FIN
La leyenda
de la Calzada Romana
I
Os aconsejo que en las noches claras de luna llena no os aventuréis jamás a caminar por la Calzada Romana que sube desde las Dehesas hasta el puerto de la Fuenfría. Dicen que el fantasma de un alma en pena deambula entre las losas con sed de venganza…
En tiempos del Imperio Romano, durante la construcción de la calzada que cruza la sierra de Guadarrama, miles de esclavos celtíberos trabajaban extenuados para engrandecer con su sudor el poderío del César. Largas jornadas de trabajos forzados agotaban a los cautivos hasta dejarlos al límite de sus fuerzas.
Un valiente guerrero celtíbero llamado Bagarok cayó en manos de las tropas romanas durante el asedio a los bosques, donde una minoría resistía heroicamente al invasor.
Bagarok era temido entre los romanos. Éstos le odiaban por las muchas bajas que había causado a sus legiones dirigiendo toda suerte de emboscadas y escaramuzas.
Tras capturar al guerrero rebelde, una sola palabra quedó grabada a fuego en la espada de Bruto, el decurión romano. Esa palabra no era otra que castigo.
II
Con las heridas aún sin cicatrizar Bagarok pasó a formar parte de la cadena que arrastraba penosamente los bloques de piedra hasta las laderas de la montaña para construir la gran Calzada Romana que atravesaba el centro de la Península Ibérica. Los esclavos celtíberos eran obligados a trabajar sin descanso, apenas alimentados durante toda la jornada por un puñado de frutos secos, miel y leche agria. Sin duda aquella era una exigua ración de comida para un hombre que todavía se hallaba convaleciente.
Bagarok había vendido cara su derrota. Hasta el último instante se defendió espada en mano luchando contra un sinfín de soldados que lo acorralaron entre los peñascos de la cumbre más alta. A pesar de su destreza le fue imposible hacer frente a tal número de hombres, que al caer la tarde lo apresaron sin posibilidad alguna de resistencia. Cuando Bagarok descendía encadenado por la ladera de la montaña en dirección al campamento romano todo su cuerpo brillaba cubierto de sangre.
Una calurosa mañana en plenos trabajos forzados las piernas de Bagarok comenzaron a flaquear hasta hacerle caer de bruces en el suelo. A fuerza de latigazos pudo levantarse, pero al momento volvió a dar con sus huesos en la tierra… Una vez más se levantaba y de nuevo caía… El látigo laceraba sin piedad la espalda magullada del celtíbero una y otra vez, una vez más… y otra… y otra… y otra…
Bagarok cayó desplomado sin conocimiento.
III
Esa misma noche en plena luna llena, Bruto, el decurión sanguinario, ordenó una muerte cruel y perversa para el valiente guerrero: entre cuatro soldados apresaron a Bagarok y lo ataron con una soga amarrada a un bloque de piedra colocado en el puente de la Calzada Romana. Entre risotadas y burlas fueron añadiendo bloque tras bloque alrededor de su cuerpo iluminado por las antorchas. De esa terrible manera Bagarok quedó inmovilizado hasta el pecho.
Completamente ebrios, los legionarios regaban la cara del prisionero con vino que vertían de sus odres. Bagarok se agarraba a las piernas de los soldados en un intento desesperado por defenderse de aquella humillación, pero todo esfuerzo fue en vano… Tan sólo era capaz de clavar las uñas en los tobillos de sus torturadores, que le pisaban las manos y le daban patadas en los costados.
Aquella funesta noche la luna brillaba en lo más alto del firmamento recortando las siluetas escarpadas de los picos en el horizonte. A medida que ingerían más vino su crueldad aumentaba de manera despiadada: le escupían, le lanzaban piedras, le fustigaban con ramas de acebo… Los romanos danzaban alrededor del prisionero alzando las antorchas jactándose de haber capturado al más valiente y montaraz de los guerreros celtíberos.
Cuando la luna se ocultó por fin tras las montañas un soldado desenvainó su daga marcando en la frente de Bagarok las iniciales del Imperio Romano: S.P.Q.R.
Parecía imposible que pudiera haber mayor tormento para Bagarok, pero lo hubo… Al final de la noche, entre risas histriónicas y gritos dementes, los sicarios de Bruto cubrieron por completo el cuerpo del guerrero con bloques de piedra.
Tras despuntar el alba expiró por fin en la prisión más horrible que jamás haya podido padecer un ser inocente cuyo único delito era luchar por la libertad de su pueblo. Bagarok había sido inmolado en nombre del Imperio Romano.
Con las primeras lluvias del otoño un árbol empezó a brotar sobre el puente de la Calzada, justo entre las grietas donde fue sepultado el cuerpo del celtíbero.
IV
Pasaron muchos siglos sin que se volviera a saber nada de dicha historia, hasta que en la Edad Media comenzaron a extenderse rumores acerca de caminantes que cruzaban la montaña por la Calzada en noches claras de luna llena desapareciendo sin dejar rastro alguno…
A menudo se hallaron cuerpos degollados en los cuales se repetía la misma peculiaridad: alrededor de los tobillos tenían magulladuras de uñas clavadas con saña por una criatura nocturna que al acecho desde las grietas de la Calzada se abalanzaba sobre su víctima para luego estrangularla sin piedad.
Hay quien pernoctando en los alrededores del puente romano ha escuchado susurros fantasmagóricos que salían entre las ramas de aquel enorme pino incrustado sobre las losas… Los ancianos del lugar aseguran que ese árbol tiene agarradas sus raíces en los brazos de un antiguo guerrero celtíbero.
Dice la leyenda que durante las tormentas nocturnas se forman riadas de sangre sobre las losas de la Calzada… Lo cierto es que todo aquel incauto que cruza el puente de la Calzada en noches de luna llena desaparece sepultado bajo la tierra… Por eso jamás se te ocurra merodear en luna creciente por el bosque de las Dehesas si no quieres verte inmerso en un viaje sin retorno a las profundidades de la Calzada Romana……
FIN
Oscar Nóbregas, Madrid
Oscar Nóbregas
Entrevista con Oscar Nóbregas
Oscar, ¿se puede vivir de escribir hoy en día?
Salvo algunos privilegiados, es muy difícil vivir de la literatura; aunque pienso que es mejor que sea así. La creación no debe estar sujeta a una nómina, porque escribir bajo presión a lo único que conduce es a coartar la espontaneidad. Un escritor no puede escribir una novela pensando que con el dinero que obtenga va a pagar las facturas.
Los editores son un mal necesario para los escritores; un arma de doble filo que se puede volver contra ti. Lo más duro para un escritor es descubrir que los problemas no terminan cuando publica una novela, sino que pueden empezar justo en ese momento... Si tienes buena relación con tu editor, éste puede darte alas y hacer que tu obra crezca; pero si tienes la mala suerte de topar con un editor que no te apoya lo suficiente, puede convertirse en tu principal enemigo; la tumba de tu propia novela. Con un editor abúlico todos tus esfuerzos caen en saco roto. De nada sirve remar con todas tus fuerzas, si el que lleva el timón te deja encallado en la orilla.
Internet
Siempre miro con recelo los avances tecnológicos, pues pienso que muchas veces nos proporcionan "comodidades" que a la larga te acaban creando una dependencia innecesaria, que al final lo único que consigue es esclavizarnos. Pero como todo en la vida, depende del uso que le des a las cosas. En el caso de Internet, no se puede negar que es un instrumento que bien utilizado ofrece infinitas posibilidades al permitir comunicarte con el resto del mundo. Para mí es muy gratificante saber que gracias a los foros literarios de Internet, mi novela ha llegado a manos de lectores en toda Hispanoamérica e incluso al sur de los Estados Unidos.
A veces pienso que la gente debe de estar muy vacía por dentro cuando siente la necesidad obsesiva de comunicarse a cada instante por medio del Smartphone. Este artilugio se ha convertido en una prótesis inseparable de las personas. Es patético observar a todo el mundo imbuido en sus teléfonos como si buscaran ansiosamente la felicidad allí dentro.
Internet al margen de las incuestionables ventajas como medio de comunicación, se ha convertido en una corrala cibernética donde lo importante por encima de todo es aparentar. La gente disfruta más enviando una foto de algún lugar exótico para que la vean los amigos en vez de vivir ese momento para sí mismos. Esa actitud me parece cuanto menos preocupante.
Internet es un espacio donde se puede maquillar fácilmente la realidad, creando un escenario virtual en el cual lo importante es lo que se ve por la pantalla, no lo que realmente es.
Crisis
La crisis económica es algo que sin duda ha repercutido en todos los ámbitos, tanto a nivel nacional como internacional. En la literatura no iba a ser menos y las ventas han descendido desde hace un par de años. Pero al margen de la literatura, lo que me preocupa de todo este "pesimismo general" que estamos viviendo no es la crisis en sí misma, sino saber quién está interesado en tenernos pendientes de que suba o baje la Bolsa para desviar nuestra atención de los problemas reales de nuestra sociedad, y de esa manera tenernos hipnotizados. Nos marean con cifras y términos económicos que a la postre lo único que consiguen es desorientarnos y que perdamos toda referencia con la realidad. Los medios de comunicación se convierten en trileros que nos bombardean con noticias contradictorias las cuales terminan por anular cualquier criterio razonable.
Quizás el hecho de dar más relieve a tus escritos mediante una lectura oral de los textos, descubriendo que una misma frase puede ser leída con matices distintos.
La Radio te proporciona el tono y la intensidad de la que carece la lectura mental, pues a veces las palabras se quedan algo mudas si no las expresamos mediante los labios.
La Radio también te aporta ese punto de improvisación que a menudo libera a los textos de las páginas y los hace volar más libres.
Sí, de hecho las portadas de tercer y del cuarto libro llevarán fotos hechas por mí. No ha surgido antes porque no veía una imagen que pudiera encajar con el ambiente de la novela.
De esa crónica surgió la idea de mi segunda novela Efluvios Metafísicos, que de alguna manera es un homenaje a la música contemporánea en sus distintos estilos: Blues, Jazz, Rock, Pop, Folk, New Age, etc.
Desde siempre he estado rodeado de músicos, cantantes o de gente melómana apasionada con grandes colecciones de discos, por lo cual no me ha sido difícil imbuirme de lleno en dicho terreno.
En cuanto al Rock, lo he disfrutado de manera apasionada desde la adolescencia, y, aunque no tuve la suerte de experimentarlo en su época dorada por cuestiones de edad, sí que he vivido la inercia de ese movimiento unos años más tarde.
La lista de grupos de Rock que me han influido sería interminable... Básicamente corresponden a bandas formadas en las décadas de los 60 y los 70, que sin duda son los años más creativos la historia del Rock. Creo que los grupos que más me han marcado son Pink Floyd y Led Zeppelin. Cada cual en su estilo, me parecen las dos bandas más carismáticas que ha habido nunca. Pero no puedo dejar de nombrar a los Beatles, que supusieron una auténtica revolución. Incluso hoy en día, casi 50 años después, sus canciones no han perdido ni un ápice de frescura y vitalidad. El fenómeno beatle fue algo único e irrepetible que marcó a muchas generaciones.
Supongo que tengo algo de cada uno. Quizá me identifico un poco más con los albinos, por aquello de que son una "rara avis" como yo...
Resulta difícil contabilizar en tiempo real, desde el momento en que surge el chispazo de una historia hasta el último capítulo. Las ideas son como peces que divagan por tu cabeza y que vas plasmando en tus escritos, unas antes o después sin saber por qué, pero no necesariamente de forma lineal. Por otro lado, desde que surge algo sólido hasta que germina, puede que transcurran varios meses, pues ni tú mismo sabes si esa idea va a fructificar. Luego viene la etapa de ordenar el rompecabezas para que todo ocupe su lugar exacto evitando que haya fisuras, y ése es otro proceso imposible de medir con un calendario, pues a veces recurres a apuntes que llevaban guardados en un cajón mucho tiempo.
Lo que sí te puedo asegurar, es que desde que terminé la novela hasta que se publicó pasaron varios años de llamar a puertas de editoriales y de enviarla a concursos. Por cierto, hoy en día estoy totalmente en contra de los concursos. Creo que no se debe escribir para competir con nadie.
Respecto a la inspiración de la novela, todo surge por una amalgama de sensaciones que van bullendo dentro de ti, condimentadas por mil influencias: una experiencia vivida, un pasaje de otra novela, la escena de una película, la letra de una canción, un suceso real que ves en las noticias, el artículo de un periódico, un pasaje de la historia... Todo ello forma un cóctel que agitas a la par con tu imaginación hasta que surge algo coherente y con una estructura definida.
Desde luego, todo tiene su lado opuesto. Para que haya luz y saber lo que significa, es necesario conocer la oscuridad. El caso es que las personas más baqueteadas suelen valorar mejor las cosas buenas de la vida. No se puede mantener de forma perenne un estado de dicha absoluta o de éxtasis… La vida es un camino de contrastes. Como dice Luis Eduardo Aute, vivir es un ejercicio de gozo y dolor.
En un momento dado de la novela en el cual el pintor se haya atravesando un estado anímico tortuoso, decide plasmar en la pared de su buhardilla este cuadro de las Pinturas Negras de Goya. Saturno devorando a su hijo representa para él una alegoría freudiana de la humanidad devorando al hombre como individuo. Eso es lo que quiere expresar el pintor en su encierro tras sufrir una crisis existencial.
Uf, recomendar mi propia novela es algo que me da bastante pudor... Puedo hablarte por boca de lectores que me han felicitado, diciendo cosas tan bonitas como que mi novela deja huella en el alma o que rebosa de sensibilidad e imaginación; que es una novela muy profunda y que te hace pensar sobre ti mismo; que en vez de páginas, las hojas parecen espejos que reflejan tus propios sentimientos.
En fin, qué más puedo deciros sobre Retazos de un Bastardo... Comentan por ahí que mi novela tiene afinidades con Kafka, Pessoa o Hermann Hesse. Al que le guste alguno de estos autores es probable que conecte con mi estilo; pero creo yo tengo mi propio sello, más cercano al tiempo que nos ha tocado vivir.
Me hallo inmerso en la redacción de once relatos que irán recopilados en un libro titulado Bajo la sombra del yinkgo biloba.
Estoy muy ilusionado con este proyecto y humildemente pienso que cada relato es un mundo en el que te sumerges de los pies a la cabeza. He puesto toda mi alma y mi corazón en ellos, así que espero no defraudar al lector…
3. Río Guadarrama helado
5. La torre en invierno
2. Vistas desde la abadía, Mont Saint-Michel
3. Sombras sobre la nieve al atardecer, Guadarrama
4. Ruinas de Recópolis al atardecer
5. Río Piedra abstracto
6. Reflejos sobre el agua, Río Piedra
7. Reflejos plateados, Salinas de Torrevieja
8. Reflejos impresionistas sobre el agua, Río Piedra
9. Reflejos en el río Dulce
10. Reflejos del sol, salinas de Torrevieja
11. Ramas sobre fondo rosado, Cala Macarela
12. Pueblo fantasma, ruinas de Belchite
13. Por encima de las nubes, sobre el Mediterráneo
14. Nenúfares sobre nubes en el río Lobos
15. Dibujos de luz sobre el agua, Menorca
16. Luna llena en el cementerio de Atienza
17. Isla Vedra bajo la bruma
18. Lago del amor, Brujas
19. Hojas de haya a contraluz
20. Gaviota volando sobre el mar, Cala Macarela
21. Cuadro abstracto de sal, salinas de Torrevieja
22. Castillo de Atienza en la noche estrellada
23. Cabo de Formentor al atardecer
24. Lluvia sobre el canal, Brujas
25. Arena tostada, Playa de Caballería
26. Arcos sobre la arena, Playa de las Catedrales
27. Arbusto sobre la nieve, Guadarrama
28. Arbusto sobre fondo marino
29. Árbol siniestro, Hayedo de Montejo
30. Árbol seco, Burgos
31. Abadía del Mont Saint-Michel
“Leed libros alentadores de espíritu, que os inciten a ser cada día mejores”.
SWETT MARDEN

ALFREDO CONDE

“Un mal escritor puede llegar a ser un buen crítico, por la misma razón que un pésimo vino puede llegar a ser un buen vinagre.”
FRANCOIS MAURIAC

“El poder de la literatura es que es posible contar la vida.”
CHARLES BUKOVSKI

“Escribir: la única manera de conmover a otros sin ser incomodados por su rostro.”
JEAN ROSTAND

“Un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma.”
CICERÓN

“No es preciso tener muchos libros, sino tenerlos buenos.”
SÉNECA

“Un mismo texto admite infinito número de interpretaciones.”
FRIEDRICH NIETZSCHE

“La lectura cura los dolores del alma.”
ANÓNIMO

“Un libro abierto es una mente que habla. Un libro cerrado es un amigo que espera.”
PROVERBIO HINDÚ

“Un buen libro, es el mejor de los amigos.”
RUBÉN DARÍO

“Leer mucho aviva el ingenio de los hombres.”
SCHILLER

“Amar a la lectura es trocar horas de hastío por horas deliciosas."
JOHN F. KENNEDY

“Un libro es una voz viviente; una inteligencia que nos habla.”
SAMUEL SMILES

“El destino de muchos hombres depende de haber tenido o no, biblioteca en su casa paterna.”
EDMUNDO DE AMICIS

“Ningún hombre carece de amigos, mientras cuente con la compañía de buenos libros.”
SCHILLER

“Preferiría vivir pobre en un desván con muchos libros, que ser un rey a quien no le gustara leer.”
THOMAS MACAULAY

"La televisión es muy educativa: siempre que alguien la enciende, cojo un libro y me voy a mi cuarto a leer."
GROUCHO MARX

FERNANDO PESSOA


el cuerpo cuando caigan,
para que no las puedas convertir en cristal.
Ojalá que la lluvia deje de ser milagro
que baja por tu cuerpo,
ojalá que la luna pueda salir sin ti.
Ojalá que la tierra no te bese los pasos.
Ojalá se te acabé la mirada constante,
la palabra precisa, la sonrisa perfecta.
Ojalá pase algo que te borre de pronto:
una luz cegadora, un disparo de nieve,
ojalá por lo menos que me lleve la muerte,
para no verte tanto, para no verte siempre
en todos los segundos, en todas las visiones,
ojalá que no pueda tocarte ni en canciones.
Ojalá que la aurora no dé gritos
que caigan en mi espalda.
Ojalá que tu nombre se le olvide a esa voz.
Ojalá las paredes no retengan tu ruido
de camino cansado.
Ojalá que el deseo se vaya tras de ti,
a tu viejo gobierno de difuntos y flores.
De alguna manera tendré que olvidarte,
por mucho que quiera no es fácil, ya sabes,
me faltan las fuerzas, ha sido muy tarde
y nada más, y nada más, apenas nada más.
Las noches te acercan y enredas el aire,
mis labios se secan e intento besarte.
Qué fría es la cera de un beso de nadie
y nada más, y nada más, apenas nada más.
Las horas de piedra parecen cansarse
y el tiempo se peina con gesto de amante.
De alguna manera tendré que olvidarte
y nada más, y nada más, apenas nada más.
Luis Eduardo Aute
Te alejas bajo la oscuridad del parque
POEMA 20
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos."
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche esta estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca,
y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear
los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como ésta
la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.
Pablo Neruda
de peña en peña,
pero no mía.
Grande te quiero,
como monte preñado
de primavera, pero no mía.
Buena te quiero,
como pan que no sabe
su masa buena,
pero no mía.
Alta te quiero,
como chopo que al cielo
se despereza,
pero no mía.
Blanca te quiero,
como flor de azahares
sobre la tierra,
pero no mía.
Pero no mía
ni de Dios ni de nadie
ni tuya siquiera.
Agustín García Calvo
algunas hojas verdes le han salido.
El olmo centenario en la colina,
un musgo amarillento
le lame la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas, olmo,
quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera también,
hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
Antonio Machado
(Adapt. Juan Manuel Serrat)
Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.
Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho
dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales,
y entro en los algodones
como en las azucenas.
pues de puro enamorado,
de continuo anda amarillo;
que pues doblón o sencillo,
hace todo cuanto quiero,
poderoso caballero es don dinero.
Nace en las Indias honrado,
donde el mundo le acompaña,
viene a morir en España
y es en Génova enterrado;
y pues quien le trae al lado es hermoso,
aunque sea fiero,
poderoso caballero es don dinero.
Por importar en los tratos
y dar tan buenos consejos
en las casas de los viejos
gatos le guardan de gatos;
y, pues rompe él recatos
y ablanda al juez más severo,
poderoso caballero es don dinero.
Nunca vi damas ingratas
a su gusto y afición,
que a las caras de un doblón
hacen sus caras baratas;
y, pues hace las bravatas
desde su bolsa de cuero,
poderoso caballero es don dinero.
Francisco de Quevedo
(Adapt. Paco Ibáñez)
Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde,
altivo, enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que el cielo en un infierno cabe;
dar la vida y el alma a un desengaño,
esto es amor, quien lo probó lo sabe.
Lope de Vega

LA MALA REPUTACIÓN
En mi pueblo, sin pretensión,
tengo mala reputación,
haga lo que haga es igual
todo lo consideran mal.
Yo no pienso, pues, hacer ningún daño
queriendo vivir fuera del rebaño.
No, a la gente no le gusta
que uno tenga su propia fe.
Todos, todos me miran mal,
salvo los ciegos, es natural.
En la fiesta nacional
yo me quedo en la cama igual,
que la música militar
nunca me supo levantar,
en el mundo, pues,
no hay mayor pecado
que el de no seguir
al abanderado.
No, a la gente no le gusta
que uno tenga su propia fe.
Todos me muestran con el dedo,
salvo los mancos, quiero y no puedo.
Si en la calle corre un ladrón
y a la zaga va un ricachón
zancadilla pongo al señor
y aplastado el perseguidor.
Esto sí que sí, que será una lata
siempre tengo yo que meter la pata.
No, a la gente no le gusta
que uno tenga su propia fe.
No, a la gente no le gusta
que uno tenga su propia fe.
Todos tras de mí a correr,
salvo a los cojos, es de creer.
Georges Brassens
(Adapt. Paco Ibáñez)
como un aullido interminable, interminable.
Te sentirás acorralada,
te sentirás perdida o sola
tal vez querrás no haber nacido, no haber nacido.
Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso:
La vida es bella, ya verás
como a pesar de los pesares
tendrás amigos, tendrás amor, tendrás amigos.
Un hombre solo, una mujer así tomados,
de uno en uno son como polvo,
no son nada, no son nada.
Otros esperan que resistas
que les ayude tu alegría
tu canción entre sus canciones.
Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso:
Nunca te entregues
ni te apartes junto al camino,
nunca digas no puedo más
y aquí me quedo, aquí me quedo.
La vida es bella, ya verás
como a pesar de los pesares
tendrás amigos, tendrás amor, tendrás amigos.
No sé decirte nada más
pero tú comprende
que yo aún estoy en el camino, en el camino.
Pero tú siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti
como ahora pienso.
José Agustín Goytisolo
(Adapt. Paco Ibáñez)
ME QUEDA LA PALABRA
Si he perdido la vida, el tiempo,
todo lo tiré como un anillo al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
Si he sufrido la sed, el hambre,
todo lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.
Si abrí los ojos para ver el rostro puro
y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.
Blas de Otero
Palabras que marcan
LA ODISEA, CANTO I
HOMERO
HERMANN HESSE
JULIO CORTÁZAR

EDGAR ALLAN POE
FIODOR DOSTOYEVSKI
Raskolnikov estaba en pleno dominio de sus facultades, pero aún le temblaban las manos.
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diluirse, adquieren contenido y empiezan a irradiar lo que hay en ellas.
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Al tomar conciencia de su soledad, sintió que algo semejante a un pájaro o una liebre se le helaba en el pecho.
Y en ese mismo instante en que el mundo que lo rodeaba pareció desvanecerse y él se quedó solo como una estrella en el firmamento, en aquel momento de frialdad y desánimo se irguió un Siddhartha más sólido y fuerte, más posesionado que nunca de su propio Yo.
Sofía dio por sentado que la persona que había escrito las cartas anónimas volvería a ponerse en contacto con ella. Mientras tanto, optó por no decir nada a nadie sobre este asunto.
ellas, que estudiarse de memoria los verbos irregulares.
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Uno de los viejos filósofos griegos que vivió hace más de dos mil años, pensaba que la filosofía surgió debido al asombro de los seres humanos. Al ser humano le parece tan extraño existir, que las preguntas filosóficas surgen por sí mismas.
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El mono de los bosques, convertido sucesivamente en mono a ras de tierra, en mono cazador y en mono sedentario, se ha transformado en mono cultural. El progreso le condujo en sólo medio millón de años, desde el encendido de una fogata hasta la construcción de naves espaciales.
FERNANDO PESSOA
Quince hombres van en El Cofre del Muerto.
¡Ja, ja, ja!
¡Y un gran frasco de ron!
Al llegar a la hostería, golpeó con fuerza la puerta valiéndose de un bastón largo y delgado como un espeche artillero; y cuando acudió mi padre le pidió, con tono destemplado, que le sirviera un vaso de ron.